Pocas obras como el Hamlet, de Shakespeare, serían tan propicias para que el Teatro de los Andes retome su horizonte sin César Brie. En efecto, la obra se construye alrededor de la figura del padre ausente que, sin embargo, ejerce una presencia perturbadora.
Y surgen algunas preguntas, ¿estamos muertos?, ¿quiénes somos finalmente?, ¿somos lo que éramos? En otro movimiento las preguntas particulares del grupo intentan confluir con lo que el público espera: Hamlet de/en los Andes.
La obra logra una complejidad relevante, por un lado se mantiene fiel a los principios que el elenco construye desde hace 20 años, una estética y poética tan particulares que es imposible no sentir la presencia fantasmal de quien está y no está al mismo tiempo.
Pero por otro lado, la tensión que produce un toque diferente dado por la dirección de Diego Aramburo y por la creación colectiva que deja de lado la añoranza y produce desde la ausencia/presencia.
Hay muchas cosas que destacar: un Hamlet andino, que convive perfectamente con los de tiempos míticos y ritualidades andinas relacionadas con el alcohol y el devenir aparapita, sin traicionar al personaje shakesperiano.
Unas escenas maravillosas como la pelea de cholitas cachascanistas para representar, como teatro dentro del teatro, los actos bochornosos del tío y la madre. Una escenografía perfecta para la propuesta, sustentada en una puerta que hace de mesa, de ataúd, de ring y puerta (esta vez a partir de su función simbólica de entrada y salida). Y un trabajo actoral impecable: tres actores que encarnan hasta el triple de personajes.
Luego de ver Hamlet de los Andes se entiende mejor cómo los griegos presenciaban historias que ya conocían, iban a ver las distintas versiones de Edipo, Antígona, de Medea'
Aunque sabían de qué iba todo, salían conmovidos, purgados de esos sentimientos que producía la tragedia en sus corazones. Así, esta versión de Hamlet deja las más diversas y gratas sensaciones que una obra de teatro puede generar.
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