miércoles, 26 de diciembre de 2012

Alfredo Loaiza Ossio y los senderos del arte en Bolivia



Los años previos a la Guerra del Chaco (1932-1935) vieron nacer a algunos de los más prestigiosos artistas bolivianos del siglo XX: Magda Arguedas, Óscar Pantoja, Víctor Zapana, Fernando Montes, Lorgio Vaca, Milguer Yapur o Enrique Arnal se cuentan entre ellos, al igual que Alfredo Loaiza Ossio. Nacido en Potosí en 1927 es estrictamente contemporáneo de María Esther Ballivián, Herminio Forno y de Rudy Ayoroa, algo mayor que los eximios Gustavo Lara y Gil Imaná y paisano de la recientemente fallecida Inés Córdova y del igualmente distinguido Alfredo La Placa. Éstos últimos han sobresalido por su inclinación al arte abstracto; en cambio, el camino de Loaiza Ossio se orientó en el último medio siglo hacia la figuración y el paisaje. A éste, y a la captación de la luz que lo baña se ha dedicado todos estos años en forma amorosa e incansable, al punto de considerarse a sí mismo un cultor del Impresionismo, tal como previamente lo hicieran su padre y los paisajistas itinerantes argentinos —Leoni Matisse, Jorge Vilar y José Malanca— que, pasando por Potosí a mediados de la pasada centuria, dejaron en él huella indeleble.

Descendiente de una familia de artistas, fue su padre, el prestigioso pintor académico potosino Teófilo Loaiza Enríquez quien le inició en el arte. De sus inquietudes culturales da fe su activa participación, siendo muy joven, en la fundación del grupo Segunda Gesta Bárbara. Se formó en la Academia de Bellas Artes de su ciudad y, ya egresado, se convirtió en parte del plantel docente de la misma entre 1958 y 1970. Con la conversión de la Academia en Facultad de Artes de la Universidad Tomás Frías de Potosí, desempeñó en ella las cátedras de Dibujo, Pintura Mural e Historia del Arte Prehispánico por otros 20 años. Todo ello, unido a la práctica asidua del dibujo y la pintura al aire libre, le ha convertido en un artista pleno, conocedor no sólo de las más variadas técnicas pictóricas, sino también de la teoría e historia en las que la práctica artística se asienta. Así lo prueban su docencia universitaria, los estudios que dedicó a la Visión plástica del mundo en Bolivia, El fenómeno artístico o al Arte precolombino y, por encima de todo, la diversidad de obras suyas que exhibe el Museo Nacional del Arte en un merecido homenaje.

La magistral plasmación de las formas coloreadas por el sol potosino constituye su principal y más reconocida aportación al arte boliviano; pero habida cuenta de que nos hallamos ante la muestra más extensa de su trabajo desde la que se ofreció en La Paz el año 2005 con motivo del Premio a la Obra de Vida que le otorgó el Jurado del Concurso Pedro Domingo Murillo, parece oportuno examinar aquellos otros estilos y temas que ensayó durante las primeras décadas de su carrera artística.

CARRERA. Se inició ésta a mediados del siglo pasado (…) Comenzó plasmando la belleza, dignidad y entereza de la mujer potosina con un estilo en donde la admiración hacia Cecilio Guzmán de Rojas se manifiesta en una composición monumental, un dibujo de recio perfilado y un colorido bien definido, tal como puede advertirse en Guadalupe, Palliri, Plata potosina, Madre minera o Belleza calcheña. Se trata de figuras que con su garbo, señorío y donaire exaltan la belleza altiplánica o, con su sencillez y hondura, rinden tributo al trabajo esforzado de las mineras potosinas. Pintó también retratos altamente expresivos, contándose entre ellos los de Marvin Sandi —a quien le unió el interés por la filosofía y la música en el Colegio Libre de Estudios Superiores— y de literatos como G. Reynolds, A. Alarcón o A. Díaz Villamil. Y en la misma década de los 60 plasmó los más encantadores semblantes de sus hijos Francisco, Beatriz, Lili y Virginia. (…)

Prueba de su interés y facilidad para ensayar diversos caminos lo brindan sus dos autorretratos de 1956: uno perfectamente realista en la captación fisionómica y desafiante en su actitud frente al mundo, en una pose propia de artista romántico ya anticipada por el napolitano Salvator Rosa en el siglo XVII, y otro esencialmente lineal y geometrizado, taquigráfico en los elementos figurativos, con bandas de color contrastado y, aún así, perfectamente reconocible como caricatura aplanada de sí mismo.

Ese interés por lo geométrico y las bandas de colores delineadas coincide en el tiempo con la pintura abstracta de “Campos de color de bordes duros” de la Escuela de Nueva York. Sin embargo, la presencia constante de la figuración —con la única excepción del titulado El hombre, la tierra… pintado en 1957, cuyo rigor de planos y líneas es afín a las contemporáneas obras de Armando Pacheco (Velas Indias), Juan Ortega Leytón (El hombre después de la guerra nuclear) o de Manuel Iturri (Zampoñeros)— y la gama cromática elegida, rica en ocres y tostados, prueba su vinculación con los textiles andinos. A ellos rinde homenaje en destacadas obras pintadas entre 1956 y 1975 (Los novios, Puka Chipaya I, Chipaya II, Los cometas, Relocalizados, Guerrero del Tamuragal, etc.), adelantándose en la plasmación de los mismos a Gustavo Medeiros y Eusebio Choque, quienes les han dedicado buena parte de sus obras en estilos muy distintos.

Tales cuadros —como bien dice Beatriz Loaiza— se fundamentan en el conocimiento que de los textiles, arte rupestre, arqueología y grupos étnicos del departamento de Potosí tiene el artista. En efecto, su interés por las culturas y diseños de Calcha, Yura, Ocuri, Macha o Tiwanaku, no sólo le vinculó al Departamento de Arqueología del Viceministerio de Culturas boliviano, sino que se ha manifestado en el amoroso fervor con el que ha tratado la temática indígena en todos estos años. Y es que sin haberse integrado en el grupo de pintores indigenistas (Guzmán de Rojas, Crespo Gastelú, Reque Meruvia, Rimsa, G. Ibáñez, Gil Coímbra, etc.), Loaiza plasmó con igual sinceridad, pero acaso un más profundo conocimiento, a los pueblos del altiplano boliviano.

Por el mismo tiempo, la admiración hacia los mexicanos Rivera, Orozco y Siqueiros le encaminó —igual que sucedió con los integrantes del grupo Anteo de Sucre— hacia el muralismo, que practicó como parte de su compromiso con el pueblo y de su docencia en la universidad pública potosina. Vinculadas con él están las obras de la serie Desfiles agrarios como Desfile de quechuas, Los calcheños o Educación campesina pintadas entre 1957 y 1964, las cuales, tanto por el perfilado de las áreas planas en las que se compartimentan figuras y elementos del paisaje, como por la selección ocre de tonos, denotan su conocimiento de la cerámica de las antiguas civilizaciones americanas. También ofrecen alcances de mural otras de inspiración histórica como el Descubrimiento del Cerro Rico o El arribo del Inca, en el cual la fisonomía dada al monarca se asemeja poderosamente a la de los soberanos mayas que inspiraron a los pobladores de La gran ciudad de Tenochtitlán pintada por Rivera en 1945. Responde ello, sin duda, a la profunda admiración que sentía por las culturas mesoamericanas y de la que también es testimonio su interpretación de una Pareja maya en 1979.

En aquella época, su interés por la historia del arte y su necesidad de probar resultados con diferentes lenguajes en un momento en que se iba afianzando como artista, le animó a trabajar en estructuradas obras de inspiración cubista al servicio de situaciones y gentes distintivamente andinas. Ya se advierte algo de esto en varias de las obras anteriores y en Las hilanderas de perfil egipcio, pero se afirma más en las dos elegantes figuras femeninas y en Los proveedores, pintados en torno a 1965, además de en los bodegones compuestos una década después con las recortadas formas aplanadas propias del cubismo sintético desarrollado por Picasso y Braque desde 1911. Igualmente se observa que pinturas como En la calle o El hombre de piedra de 1968-1969 están elaboradas con las interpenetraciones de pequeñas piezas cúbicas en tonos grisáceos y pardos propias del primer cubismo analítico. ESTILOS. Su curiosidad por las primeras vanguardias del siglo XX y su vocación humanista le animaron a ensayar también los estilos fauvista y surrealista. El primero se manifiesta en los intensos púrpuras y verdes que tiñen los tabiqueados contornos de casas, árboles y torres de dos paisajes potosinos de 1973, con un resultado más cercano al del postimpresionista Gauguin que al más estridente de sus admiradores de comienzos del pasado siglo. Su acercamiento al surrealismo fue anterior, según se advierte en una serie de obras ejecutadas entre 1963 y 1966 bajo el embrujo de Dalí, como Factum, Amanecer cósmico y Oceánides —dadas las atmósferas límpidas y sólidos ingrávidos— y en una pintura de una década antes que combina su fascinación por las antiguas culturas con el inquietante y misterioso carácter onírico de las pinturas metafísicas: Así resulta de las finas sombras proyectadas por las esquemáticas llamas que se confunden con hilos, del hipnótico ídolo y del aplanado espacio de Tótem.

Pero, con independencia del lenguaje artístico elegido, puede afirmarse que con igual seriedad ha tratado el retrato, lo costumbrista y cotidiano, los bailes, los tipos andinos, la pintura religiosa (Apóstol, Cristo atado a la columna) o la evocación de la historia potosina (La posesión del Sumac Orko, La posesión del Cerro Rico…). Con idéntica pasión ha desarrollado dibujos de trazo lleno de energía y soltura —sean a tinta y caña o a crayones—, o pinturas de pinceladas expresivas; con la misma convicción ha elaborado un distintivo estilo figurativo o experimentado con formas cubistas, intensos colores u oníricas visiones. (…)GENTE. Con su obra encumbra Loaiza tanto la majestad silenciosa del paisaje virreinal potosino, como la nobleza, esfuerzo, alegría y sencillez de las gentes que hoy lo pueblan: mineros, albañiles, mercaderes y campesinos. Y es que, como nos dice el propio artista, la intención de su pintura es llevar “mensajes de esperanza heroica y de alegría”, tanto a los protagonistas de sus lienzos como a quienes los contemplamos. Ello es posible porque su pintura, pese a estar arraigada en lo local, trasciende fronteras y se hace atemporal y accesible a las gentes de cualquier época y pueblo.

Desde que se jubiló de sus tareas docentes en 1990, Alfredo Loaiza se ha dedicado con todo su ser al oficio pictórico, aquél por el que renunció en su juventud a una quizá prometedora carrera jurídica. Sus exposiciones —iniciadas en 1957 y más de 60 hasta la fecha— han paseado su obra por el país y otras ciudades de América —México, Lima, Sao Paulo, Tucumán, Washington y Ottawa—, permitiendo que una gran diversidad de público, durante más de 50 años, haya disfrutado y crecido en sensibilidad con la contemplación de sus cuadros.

Nos hallamos, sin duda, ante un maestro de la luz que, enamorado como está de ella, rinde un tributo de amor a la Naturaleza, su constante musa, y nos reconforta a todos con un mensaje luminoso, mostrándonos que la belleza anida en lo humilde y que la bondad divina derrama su gracia sobre quienes, como Loaiza, así lo perciben.



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