Los pinceles cobran vida en sus manos, y los rostros se inmortalizan en sus lienzos. Carlos Crespo se define a sí mismo como un pintor anónimo, que con un talento sigiloso y una notable inclinación por el realismo, tuvo la oportunidad de retratar a cinco presidentes del país, llegando hasta las salas del Palacio de Gobierno.
Con más de medio siglo dedicado a este arte y cientos de cuadros firmados con su puño y letra, también confiesa ser un artista innato y empírico que hizo de la pintura una vertiente de placer y, al principio, una fuente de ingresos para solventar sus estudios de odontología.
Corría la década de 1950 cuando decidió dejar atrás las minas de Huanuni, donde había vivido toda su niñez, para establecerse en La Paz con la ilusión de cursar una carrera profesional.
Eran tiempos difíciles en los que debía combinar sus estudios con el trabajo para sobrevivir. "El primer año trabajaba de día como auxiliar de contabilidad y en las noches estudiaba en un colegio nocturno para terminar el bachillerato”, recuerda Crespo.
Por esa época, y aprovechando sus tiempos libres, comenzó a pintar el retrato de Víctor Paz Estenssoro, cuando arrancaba su segunda etapa presidencial, recibiendo un pago suficiente como para comprar un catre, un ropero y un par de sillas.
Años después retrató a Max Fernández, a pedido de una persona que trabajaba con él y que, gracias al cuadro, recibió un ascenso en el gabinete del partido.
Con una agenda ocupada, Crespo debía sacarse tiempo para hacer aquello que tanto le apasionaba y que cultivó "desde que tenía uso de razón”.
De esa manera, en sus lienzos también fueron plasmados los rostros de Hugo Banzer Suárez, Jaime Paz Zamora, Gonzalo Sánchez de Lozada, Juan Lechín y recientemente Evo Morales.
Aunque todas son obras que lo enorgullecen, sin duda considera que el retrato más importante de su carrera es el de la Virgen de los Remedios, que actualmente se encuentra en la Iglesia que lleva su nombre y que es cargada en brazos en cada procesión.
"Lo pinté en 1957 y es importante para mí, porque con la remuneración pude viajar a Buenos Aires para ver jugar a la selección boliviana frente a Argentina. Con ese partido nos eliminaron, pero me sentí feliz de estar ahí y quedarme por un mes”, afirma sonriente.
Su trayectoria como artista, asegura, comenzó cuando apenas tenía ocho años y pintó la fachada de la Alcaldía de Huanuni. Aquel trabajo infantil, pero lleno de color y detalles, fue enmarcado y obsequiado a la sede municipal.
Las obras posteriores cayeron en manos de amigos y familiares, principalmente, y en un par de salas de exhibición, como la del Colegio de Odontólogos, el Colegio Médico y el Club Árabe.
No obstante, durante un viaje a Feirfel, en Estados Unidos, tuvo la oportunidad de presentar 30 cuadros con los que dio a conocer diferentes paisajes de Bolivia.
Las paredes de su casa lucen algunos de sus trabajos, como el de la puerta de San Francisco, en Potosí, la del Niño de Praga, y la del río Choqueyapu. Éstas, entre otras, se combinan con cuadros pintados por su esposa Cristina Morón, quien falleció hace dos años por un ataque al corazón.
"Ella también pintaba una maravilla. Era mi incentivo de vida, por eso es que sigo pintando. Lo hago por ella, por honrar su memoria”, expresa con la voz quebrada, recordando que este año cumplirían sus bodas de oro.
Juntos realizaron un viaje a Italia, hace una década, donde disfrutaron de ver en las plazas a diestros pintores realizando su arte inspirados en los paisajes urbanos. Ese fue una las motivaciones para incursionar en la naturaleza, sin dejar de lado el retrato.
Como dentista, los primeros años trabajó en las minas de Comibol, una manera de regresar a sus raíces. Además, se desempeñó durante 20 años en la Caja Nacional de Salud (CNS) y llegó, incluso, a la jefatura nacional de odontología.
Hace 15 años decidió dejar los taladros y las pinzas, para retomar con más fuerza los pinceles y los lápices de carbón, con los que puede plasmar su arte, sea en óleo, acuarela o pasteles, al ritmo de zambas, boleros, música clásica o canciones de ópera.
A estas alturas de su vida, cuando peina canas y lleva unos escasos bigotes plateados, Carlos Crespo siente la satisfacción del deber cumplido.
"He cumplido mi objetivo de dar satisfacción a mi familia, de darles motivos para que se sientan orgullosos”, sentencia con talante, dispuesto a continuar con esta misión, hasta que su esposa, "Kika”, lo reclame a su lado.
El boliviano que recreó la Monalisa
En la navidad de 1982, al calor de unas copas de coñac, los familiares de Carlos Crespo empezaron a comentar que ningún pintor en Bolivia había hecho una réplica de la Monalisa de Leonardo da Vinci.
Envalentonado y seguro de su talento, Crespo les aseguró que en dos meses realizaría un retrato idéntico al del renombrado pintor italiano. Y cumplió su promesa, realizando una obra con una similitud admirable, que le permitió ganar una botella de whisky y el reconocimiento de los suyos.
Siendo una de sus obras más aplaudidas, el artista boliviano, a pedido de personas que también vieron la réplica, realizó tres cuadros más, uno de los cuales conserva en la sala de su casa.
"El cabello fue lo más difícil. Como no disponía de pinceles tan finos, tuve que ingeniarme para conseguir el mayor parecido. Es una réplica increíble, yo mismo me admiro de cómo la hice”, comenta Crespo, mientras sostiene con cuidado la obra en sus manos.
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