El melancólico sonido de un tango añejo impregna el salón apenas empieza a tocar una vitrola del siglo XIX. Es un viaje en el tiempo a través de la música y las reliquias acomodadas en las paredes, muebles y vitrinas de este lugar, donde piezas averiadas vuelven a la vida, en las hábiles manos de restauradores con casi un siglo de tradición en el oficio.
Bienvenidos al Taller Santander, un espacio dedicado al arte de la reparación de objetos sacros y todo tipo de antigüedades, como un legado familiar que se extendió por tres generaciones.
Samuel Santander fue el patriarca de la familia en este rubro. Por la década de 1920, empezó restaurando animales de nacimientos de Jesús, y luego se avocó a imágenes religiosas que llegaban de iglesias de la ciudad y el campo, quebradas, desportilladas, con fisuras o, incluso, con quemaduras.
Desde temprana edad, su hija Mary siguió sus pasos de cerca, con rotundo interés. "Prácticamente vivía en el taller. Para mí no era novedoso ver entrar el Sepulcro del Cementerio General”, afirma entusiasta.
Entre todos sus hermanos -que también crecieron entre pinceles, yesos, barnices, tintes naturales y óxidos- ella fue la única que decidió continuar con el negocio, que ahora comparte con su único hijo, Salvador Quispe, quien también es un apasionado coleccionista de antigüedades.
Detrás de la estrecha puerta de ingreso se encuentra la sala donde exponen cientos de reliquias restauradas y bien conservadas. No obstante, ingresar al taller donde se encuentran las piezas dañadas es imposible, por respeto a las imágenes y para evitar que la gente se impresione, argumenta Salvador.
Además, permanecer en el recibidor es más que suficiente para comprender la dimensión del talento y la dedicación de esta familia por objetos que, en este paraje, parecen ser perennes.
Una decena de relojes con péndulo y uno con cucú, pinturas de ángeles, dos vitrolas, una silla francesa Luis XIV, vajillas originales de porcelana, y una pianola en perfecto funcionamiento, forman parte de la vasta colección de los Santander.
A éstos se suman, por supuesto, imágenes coloniales de San Juan de Dios, la Virgen de los Remedios, el Señor Justo Juez, el Señor Acuestas y la Virgen Dolorosa, que consideran la "dueña y protectora de la casa”.
Vestida de luto, por el dolor de la crucifixión de Jesús, esta Virgen colonial llegó a su casa en 2003, en manos de su abuela. "Con la riada de ese año, todas las imágenes se cayeron, pero ésta fue la única que quedó de pie, sin desportillarse”, explica Mary con notable devoción.
Desde entonces permanece inerte en una esquina de la habitación, con la mirada baja y cargando en sus brazos al Niño de la Pasión, que lleva sobre sus hombros la cruz de madera.
Otra de las imágenes que difícilmente pasa desapercibida, es la del Señor del Gran Poder con tres rostros. Esta escultura fue tallada a mano por Salvador, como una réplica de la pintura original, vetada por la Iglesia Católica.
"Este cuadro representa la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que en la época de la colonia se trataba de explicar, pero se malinterpretó como una figura demoníaca. Por eso hicimos la escultura, para enseñar a otros feligreses”, comenta el restaurador de 28 años.
En este recinto tampoco faltan las figuras del Niño Jesús, con cuerpo de cera, ojos de cristal y cabellos reales ensortijados. Este tipo de piezas llegaban a manos de religiosas que, imposibilitadas de tener hijos, armaban con esmero aureolas de flores y decoraban los fanales con delicados pájaros perfumados.
Las muñecas de porcelana, explica Mary, eran un obsequio de compromiso para las mujeres solteras y solían ser elaboradas por prostitutas que usaban el cabello de niños huérfanos rapados y las vestían con vistosos encajes.
Como parte de su colección, atesoran una diminuta casa de muñecas a escala de dos centímetros, que no es más que una caja con dos divisiones en la que se puede apreciar hasta el más mínimo detalle de los muebles y adornos. Sin duda, una pieza única y digna de admiración.
Salvador rompe nuevamente el silencio pedaleando con precisión la vieja pianola que, con el repertorio elegido, evoca una de esas películas del oeste.
"Todo funciona en esta casa -afirma con orgullo-, nos gusta mostrar la vida de estas piezas, porque así la gente se da cuenta del valor que tienen”.
Para este joven artista, restaurar objetos se ha convertido en una misión de vida. "Es un don. Salvar cosas que son parte de la historia es algo que está en mis manos y me siento muy satisfecho por hacerlo”, asegura.
Esta vocación por el arte, sin duda, corre por las venas de la familia Santander. Y aunque todavía no tienen en la mira a su próximo heredero, saben que todos estos años de trabajo dejaron el rastro para nuevas generaciones que, con el mismo ímpetu y dedicación, devolverán la esencia a piezas que evocan pasajes de la historia.
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