lunes, 19 de mayo de 2014

Alfredo La Placa (Potosí, 1929) expone en Espacio Simón I. Patiño hasta el 30 de mayo



Dos revelaciones depara la exposición Miscelánea que Alfredo La Placa (Potosí, 1929) presenta hasta el 30 de mayo en Espacio Simón I. Patiño (Av. Ecuador y Belisario Salinas). Primero, la remembranza de su padre, Amedeo La Placa Gatta, a propósito del centenario del inicio de la Primer Guerra Mundial (1914-1918) en la que participó como soldado italiano. Segundo: el reconocimiento del propio artista de que su obra se acerca a su epílogo.

“En honor a la memoria de mi padre —escribe La Placa en el catálogo—he incluido en esta exposición Miscelánea un espacio recordatorio del venturoso destino del sobreviviente. Dotado de agudo sentido del humor y jovialidad, conquistó el respeto y cariño de quienes lo conocieron”.

“El mapa de mi obra —continúa el artista más adelante— suma tres nuevas series nacidas en el curso de los últimos años y marcan un territorio límite de imprevisible dimensión, epílogo de toda obra que está a punto de concluir”.

“La vida forja destinos, hay cosas que se deben dar y no sabemos por qué; hay una mecánica, una razón que está más allá de nuestra percepción”, dice La Placa cuando piensa en la historia de su padre. El pintor, de 85 años, dice esto sentado en una butaca en su biblioteca, rodeado de los objetos que lo acompañan desde hace años: libros, cerámicas prehispánicas, esferas de diversos materiales (es una forma por la que siente fascinación), un retrato del pintor irlandés Francis Bacon pintado por su amigo Mario Conde.

“Cuando pienso en mi padre —dice— pienso que vivió dos vidas o vidas paralelas”.

Y esas dos vidas de Amedeo La Placa Gatta están divididas por un suceso preciso: la Gran Guerra Europea en la que combatió enrolado en el regimiento italiano 13 de Artillería, desde mayo de 1915 hasta noviembre de 1918: 1260 días en las trincheras de una de las guerras más sangrientas que se tenga memoria.

En la exposición hay un espacio en el que el artista —junto al óleo Tríptico 1914-1918 que retrata simbólicamente “al hombre enfrentando al hombre a la reconquista de territorios y dominio a cambio de muerte y desolación”— ha montado una instalación con objetos personales de su padre —entre ellas la máscara antigás que usaba en las trincheras— que evoca su experiencia en el conflicto armado.

El padre de Amedeo, Enrico La Placa Coniglia, llegó a Bolivia a principios del siglo XX contratado como ingeniero por la empresa minera de Avelino Aramayo.

Llegó a Oruro, centro del auge del estaño a principios del XX, con sus dos hijas mayores. Dejó en Italia a su hijo menor, Amedeo, en un internado de jesuitas y al cuidado de un tío. “Mi padre —recuerda La Placa— pasó su niñez y parte de su juventud lejos de su familia. Su padre no lo vio crecer. Y llegó el momento de la guerra. Italia entró al conflicto recién en 1915 y mi padre fue enrolado como soldado de artillería. Imagine la angustia de su padre. En esa época, entre enviar una carta y recibir la respuesta pasaba prácticamente un año. Tenía que salir de Oruro hacia la costa, tenía que atravesar el mar y llegar a un continente que estaba en guerra”.

La segunda vida del sobreviviente Amedeo La Placa comenzó en 1920, cuando llegó a Oruro para reencontrarse con su familia que en ese momento estaba asentada en el ingenio Alantaña, en Poopó.

“El dilatado territorio de vastas planicies de soledad y silencio —dice el artista— cautivaron al sobreviviente de la pavorosa guerra y el devolvieron el ansia de vivir en libertad”.

Amedeo venía de una experiencia extrema. Nunca quiso regresar a Europa. “Sin renunciar a su ciudadanía italiana, se sentía un boliviano. En realidad, era un boliviano”. Quizás como un rechazo a la vida que había dejado atrás, no retomó sus estudios. “Le gustaba la hermosa vida —dice su hijo— y se dedicó a las motocicletas”.

En sus viajes por la geografía del occidente del país, por carreteras de tierra sobre dos ruedas, un día llegó a Potosí. Allí conoció a una mujer: Rebeca Subieta Alba, se enamoró de ella y en 1928 se casó. La pareja tuvo dos hijos, Alfredo y Enrique.

“En esta exposición —dice La Placa— lo que yo hago es un homenaje a mi padre, pero es un homenaje a la persona sobreviviente, no al combatiente de la guerra. Yo detesto la guerra y he sido antimilitarista desde chico”.

Alfredo La Placa realizó su primera exposición hace 61 años, en 1953. En esa época, la pintura de contenido social, inspirada en el muralismo mexicano y alentada por la Revolución del 9 de abril de 1952, era el arte dominante en la escena local. Había una voluntad épica y didáctica en el arte. La Placa y otros artistas —María Luisa Pacheco, Óscar Pantoja y Enrique Arnal, por ejemplo— nadaron contra la corriente imperante, cada uno explorando y logrando un lenguaje propio. En su caso, se orientó muy rápidamente a la pintura abstracta. Y no abandonó la brecha no figurativa que le permitió expresar su mundo y su sensibilidad. Hoy, Alfredo La Placa es reconocido como uno de los mayores exponentes de la pintura abstracta en Bolivia.

—En la presentación de esta exposición, usted dice que las pinturas que expone podrían ser el epílogo “de toda obra que está a punto de concluir”. Es un gesto inusual por la serenidad con la que mira el camino transcurrido...

—Yo creo que la vida es un juego que todos jugamos. Muchas veces los dados están cargados y otras veces no. Entonces, una vida bien jugada tiene un inicio y un fin. Ojalá que el inicio y fin sean gratos, es decir que no dejen ningún mal recuerdo. Tengo 85 años, mi ambición es esta: que me toque morirme en mi casa, tranquilo”.

La Placa habla de estos asuntos con el mismo tono con el que recuerda a su padre o cuenta alguna anécdota. “Ya me adelanto a decir estas cosas —apunta— porque en muy poco tiempo se han marchado tres grandes pintores y amigos: Óscar Pantoja, Ricardo Pérez Alcalá y Raúl Lara. Además creo que en mi vida me ha tocado hacer muchas cosas. He sido director del Museo Nacional de Arte, he dado clases, con María Esther Ballivián, a los chicos de la Universidad de San Andrés, en los primeros años de este medio en Bolivia he hecho televisión, he sido director artístico y programador. He hecho muchas cosas”.

En Miscelánea, La Placa presenta tres nuevas series trabajadas en los últimos dos años. Una se llama Antinomia y “cifra contenidos opuestos de tiempo y naturaleza en un imaginario esquizoide”. La otra evoca desde su nombre un color y una geografía: Azulandino, y en ella se “inscriben códigos cifrados del presente y el pasado saturados de azulandino”. Finalmente está Hendidura que “amplía el laboreo de una veta a punto de extinción”.

El paisaje de las minas del altiplano boliviano —esas formas de brecha y hendidura en la piedra mineral— han sido familiares al pintor. Nació en Potosí, conoció las minas en las que trabajaba su abuelo, en su adolescencia vivió en Oruro. Ese paisaje ha sido transfigurado, en su obra, en un lenguaje de colores y texturas.

“Uno lleva una especie de memoria genética, por supuesto —dice el artista—, pero también tiene una sensibilidad que te lleva a un lado o a otro, dependiendo de las circunstancias. Yo nací en Potosí y me trajeron a La Paz a los tres años. Sin embargo, yo recuerdo hasta ahora el olor de Potosí. Yo era una esponja que estaba absorbiendo el cielo azul, el sol cobalto... Todo eso es una carga que se acumula y es como si se creara dentro de uno esa veta de la que yo hablo y que ya está a punto de agotarse”.

A fines de los años 40, La Placa comenzó estudios de medicina gracias a una beca de la Fundación Patiño, en Argentina primero y en Italia después. Pero pronto abandonó esos estudios para dedicarse al arte. Así como el paisaje de las minas y el altiplano quedó en su subconsciente, en algunos momentos de su obra también aparece una reminiscencia del cuerpo humano, pero no en sus formas externas sino en su interioridad: texturas óseas o filigranas de nervios o de venas.

Todo ello está en la pintura de La Placa y continúa en los cuadros que expone en Miscelánea. El tiempo pasa y se queda. Plenamente activo a sus 85 años, el artista todavía puede evocar con simpatía a ese niño de diez años que un día, en Oruro, pintó su primer cuadro: una copia al óleo de una ilustración de la revista Para ti. “Para ser de alguien que nunca antes había tocado un pincel, estaba bastante bien”.

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