Durante cinco años, el pintor boliviano Ricardo Pérez Alcalá instaló su caballete y sus instrumentos de trabajo en la oficina de un notario amigo suyo —“un hombre muy amable y generoso como todo mexicano”, recuerda— con una vista privilegiada sobre el paseo de La Alameda en la Ciudad de México.
Todos esos años, en sucesivas y continuas sesiones de trabajo, desde ese mirador privilegiado, el reconocido acuarelista observó pacientemente y pintó minuciosamente esa escena urbana. Pero esos cinco años no fueron suficientes para el artista. Requirió otros años más —ya aquí, en su estudio en La Paz, apoyado por fotografías y otros documentos— para dar por terminada esa obra de gran formato. Ese cuadro —en la foto, el artista aparece junto a la obra— forma parte de la exposición que se presenta en la Galería 21 de la calle Pancara de San Miguel, organizada para homenajear al artista y celebrar dos importantes premios internacionales que ha recibido en los últimos años.
En 2009, Pérez Alcalá recibió el Gran Premio de la Trienal Internacional de Acuarela de Santa Marta, Colombia, “el único concurso mundial de esta técnica”, como explica él mismo. Y el año pasado, la Federación Nacional de Cultura Francesa eligió una obra suya —entre más de tres mi presentadas en una muestra internacional— para reconocerla con el Lienzo de Oro. Esa obra, también pintada en directo, captura el ambiente de una herrería en Puebla, México, que tiene 400 años de antigüedad.
La manera cómo Pérez Alcalá pintó esas obras es una manifestación de lo que él mismo llama una “inquebrantable moral de trabajo” que lo acompaña desde su infancia, cuando comenzó a pintar en Potosí, su ciudad natal.
Su apego a la acuarela, la técnica que le ha dado renombre internacional, comenzó, como él mismo recuerda, gracias a una circunstancia. En los años que siguieron a la Revolución Nacional, José Fellman Velarde, autoridad del gobierno de la Revolución, desarrolló una política de apoyo al arte. De esa manera, las escuelas públicas recibieron material escolar que incluía una caja de acuarelas.
“Para muchos de mis compañeros de escuela —recuerda el pintor— una caja de acuarelas no significaba nada, para mí era todo”. Así, el joven estudiante de diez u once años, comenzó a “acopiar” cajas de acuarelas. “Cambiaba a mis amigos sus cajas por tostado de maíz, por quesos duros de cabra o por higos secos que llegaban de la finca que tenía mi familia. Llegué a tener un stock impresionante de cajas de acuarelas”. “¿Qué iba a hacer entonces con tantas cajas de acuarelas —se pregunta— sino pintar todos los días?”.
Un tiempo después conoció al acuarelista tupiceño Óscar Daza Oviedo. “Lo fui a buscar al hotel en el que hospedaba en Potosí —cuenta— con una silla de doblar y una taza de agua. Quiero acompañarlo, le pedí. Él aceptó. Y en unas horas me enseñó todo lo que sé. Las horas que lo vi pintar cambiaron mi vida.
Era otro. Después de eso, el ciclo solar me parecía insuficiente. Maldecía las horas que tardaba en amanecer. Esperaba en la ventana, pero seguía oscuro.
Quería que amanezca para seguir pintando. Ese año perdí el año escolar por faltas”.
¿Qué tiene de especial la acuarela? Para Pérez Alcalá hay dos propiedades de esta técnica que han decidido su fidelidad. Por un lado, dice, es la pintura que por su transparencia emite más luminosidad. Y esa transparencia y luminosidad permiten lograr ambientes que no se logran con otras técnicas. Y, por otro lado, pintando con esta técnica, “nada es previsible, la acuarela es una tremenda aventura. No puedo decir empiezo aquí y voy a terminar acá. Es imposible, en el camino suceden muchas cosas. Eso es lo que me interesa y fascina”.
Una de las características de la obra de Pérez Alcalá son, precisamente, los ambientes, las atmósferas que logra. Cuartos, rincones umbríos, patios, objetos solitarios aparecen iluminados por una luz que es al mismo tiempo evocadora y una señal de su final, como si estuviesen a punto de desaparecer. “Es la obra del tiempo —dice el pintor—. El tiempo esculpe, degrada, hace maravillas en las cosas. Por eso no es tan extraordinario pintar un edificio moderno, todavía el tiempo no ha hecho gran cosa. Mientras en otras cosas, ha hecho su trabajo, puliendo, desgastando, sacando lo innecesario y dejando lo imprescindible. Ese momento, ese límite me interesa pintar”.
Pero, por otra parte, están sus obras de imaginación, escenas o situaciones, imposibles, oníricas, que la crítica ha calificado —y él acepta la designación— como realismo mágico. “Es todo lo que pienso —dice—, aunque hay cosas que no quisiera pensar”. Y con ello se refiere a su cuadro titulado Apocalipsis, que retrata una ciudad moderna devastada, con aviones suicidas en el cielo e, incluso, una imagen del Pentágono en llamas. “Ese cuadro —explica el artista— lo pinté cuatro años antes de los atentados que destruyeron las Torres Gemelas de Nueva York. A la vista de los hechos, resultó estremecedor”.
La exposición de Ricardo Pérez Alcalá en la Galería 21 permite un acercamiento a las diversas facetas de la obra del artista, un testimonio de sus 60 años de fidelidad a los colores y la luz.
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