Entrar al Museo de Muñecas Elsa Paredes de Salazar es descubrir la inmensidad de la mano obrera que moldeó y despertó poderes ocultos en la materia. Cerca de 900 ejemplares de muñecas de todo el planeta reflejan las bondades culturales de la artesanía: proceden de Asia, África, Europa, Oceanía y América. Ojos vigilantes, desde rígidos cuerpos, traspasan las vitrinas y persiguen a los visitantes. Las muñecas morenas, rubias, trigueñas o pelirrojas se imponen y comienzan a comunicar a partir de su vestimenta típica, que indica un lugar de procedencia o refleja el estado de ánimo de una época.
El espectador observa las diversas técnicas y estilos que crearon los artistas. Es fácil imaginar cómo los ancestros formaron figuras con barro, con pedazos de plantas o con cortezas de los árboles para dominar sus temores. Al ver los ejemplares coleccionados por Elsa Paredes de Salazar, es posible remontarse a las primeras muñecas, que fueron amuletos, símbolos de fe y protección de los pueblos. De ahí la función antropológica y ritual que expresan estos tesoros.
“Originariamente, las muñecas fueron mágicas y protegieron las casas”, remarca Roxana Salazar, arquitecta e hija de Elsa, coleccionista legendaria de oficio y propietaria del emblemático museo que se encuentra en la calle Rosendo Gutiérrez 550, entre Sánchez Lima y Ecuador. Desde el 16 de noviembre hasta el 1 de diciembre, este repositorio exhibirá muñecas antiguas.
La muñeca como adorno
En otro escenario, Victoria Navia muestra sus muñecas antiguas; en su vivienda de la avenida 6 de Agosto, en su departamento de diseño clásico, nos transporta a la belle époque, lo cual nos hace imaginar a la muñeca de los salones residenciales de las casas con mobiliario de terciopelo, de mediados del siglo XIX, que se acomodaba para que pudiera ser apreciada, a la luz de los quinqués y que acaso evocaba la nostalgia de una realeza lejana. “Estas muñecas estaban vestidas como adultas, eran la representación de la gran señora”, explica Victoria Navia, artista y coleccionista.
“Las muñecas eran exclusivamente un adorno y una muestra del lujo que ostentaba la época”, explica Navia y señala con su bastón los casi 400 ejemplares que la acompañan. En la figura de porcelana o de yeso se visualizaba a la dama inalcanzable, viva imagen de la aristócrata, con pomposos vestidos llenos de bordados y encajes. Estas muñecas reflejan el lujo de las cortes.
Enigmática, la figura de escayola o de porcelana impone un respeto soberano y traza cierta distancia con quien la admira. “Las muñecas llegan a los hogares a comienzos del siglo XVII en occidente, aunque se hacen más populares en el XIX. Se cuenta que estas piezas estaban inspiradas en las damas de la realeza”, relata Victoria, mientras sostiene con orgullo un ejemplar de bucles castaños, sombrero y vestido blanco. “Ella es mi favorita: mira estos ojos marrones, esta cara perfecta, es prácticamente imposible de tocar. Los primeros fabricantes de talleres eran sumamente cuidadosos e inspirados con sus trazos y formas”, dice.
La muñeca occidental tiene, se podría decir, la belleza carcelaria de un objeto de vitrina. Con su impecable traje y rostro de querubín, es en efecto la dama aristocrática. “Los cuerpos de las muñecas más antiguas están rellenos con paja, aserrín, cuero, pasta de composición o paño de lana. Con el tiempo se sofistican y se vuelven de porcelana o cera. Son europeas”, afirma, desde el Museo de Muñecas, Roxana Salazar, quien agrega que los bebés aparecieron después, a mediados del siglo XX.
“Con la era industrial, las muñecas ya llegan en serie. Se despersonalizan con las fábricas, cuando dejan de ser elaboradas en talleres y se degradan, después, con la llegada de la goma”, añade.
Accesorios culturales
Las muñecas de Victoria Navia y de Elsa Paredes de Salazar lucen vestimentas típicas de diversas partes del mundo. Adquiridas en tiendas de souvenirs de los poblados, estas figuras con trajes vernaculares, ofrecidas por los artesanos, reproducen los motivos culturales de cada región. “No son muñecas fuera de contexto. Al tener una relación con su entorno, parecen seres vivos”, agrega Roxana Salazar.
Sobresalen en el museo un hombre iraní con el rostro cabizbajo, japonesas con los peinados y quimonos de las casas de té, cholitas de la región yungueña de Bolivia, bebés israelíes, bailarinas -paquistaníes, africanas o indias-, aldeanas eslovacas, danesas o alemanas, así como matriushkas rusas. La gran variedad de muñecas enriquece este museo y el domicilio de Victoria Navia, quien también tiene muñecas más rústicas de papel maché, cartulina y lana, hechas en Venezuela, México, Bolivia y Perú.
El alma de la gente
En una vitrina del museo se luce una rubia con la mirada azul y con traje de Eslovaquia. Esta muñeca es la dominante, se impone a las demás. Shirley, una guía que trabaja en el museo de doña Elsa, afirma: “Ella tiene mucho carácter. Cuando llegó y la acomodamos en ese sector, todas las muñecas se caían, ninguna podía permanecer demasiado tiempo a su lado”.
En las vitrinas, algunas mujercitas de miniatura aparentan tener vida con sus vistosos atavíos, como Pinocho, el muñeco de madera de pino que se transformó en un niño. Aunque parezca aterrador, las muñecas adquieren, con el tiempo, la personalidad de sus dueñas.
Las leyendas japonesas de los artesanos rurales narran cómo los propietarios entregaban sus almas a estos objetos, para que los cuidaran en el más allá.
“A mi madre (Elsa) siempre le interesó la personalidad de cada una de ellas, es como si fueran seres vivos y tuvieran su carácter”, asegura Roxana Salazar. Una muñeca, a la larga, absorbe la vida de las personas con las que vive y trasciende la función de adorno para convertirse, según intuyeron los japoneses, en un objeto espiritual.
Gracias por publicarlo, es mi texto. No estaría demás que pongan mi nombre.
ResponderEliminaratte,
Carolina Hoz de Vila