Si se quedaba en Francia, Christian Lombardi se imagina un otro futuro: seguramente que iba a terminar mal, en la cárcel o muerto muy joven. Fue un niño difícil porque difícil fue su vida:
Nací en Niza, Francia, en 1971.
Pasé mi infancia en la frontera de un barrio rico, sin pertenecerle, con una vista imperdible sobre el bienestar de los demás.
A los 17 años estaba en un segundo internado. Con un letrero en la frente de “inservible”, dice, mientras echa el humo de uno de los cinco cigarros que fumará en la entrevista de algo más de media hora.
Su madre, que había dejado de verlo desde los 14 años, lo visitó una Navidad y le regaló una cámara. Y luego se marchó para no volver a buscarlo nunca más.
En 1988, internado, empecé con la fotografía. Quería mostrar los rostros de los que formábamos el grupo de “indeseables” relegados en instituciones cerradas que nos mantenían lejos de “los buenos”.
Con 19 años, ya en la calle, debía buscar la forma de ganarse la vida. La fotografía no era una opción y seguir estudios superiores, tampoco. El sistema de clases dificulta, dice saber bien Lombardi, que un pobre tenga esas oportunidades, así que fue sepulturero durante un tiempo, el suficiente como para aprender más de la vida que de la muerte.
Aprendí a ver de frente el sufrimiento de la gente, a tomar distancia del dolor ajeno; que todo es muy relativo, que el cuerpo es sólo un sobre, que todos llegamos ahí nomás.
Que no es tan grave.
Y luego fue albañil, pintor de brocha gorda, chofer... El servicio militar lo cumplió en una base del Pacífico Sur, donde logró el grado de sargento segundo y, con dinero ahorrado, tiró la moneda para viajar en las vacaciones a Australia o Sudamérica. Ganó ésta última y ya casi al final, en Chile, miró un mapa y vio un lugar que decía “Bo”.
No tenía idea de qué país podía ser; no había aprovechado las clases de geografía. Un chileno me dijo que era Bolivia, pero que era horrible, un desastre, que ni vaya... Pues quise ver ese infierno por mí mismo. Lo hallé extraño, anacrónico. Me impresionó.
Volvió a Francia, pero al poco tiempo las cosas no fueron bien, así que se acordó de Bolivia. En 1994, el día de su cumpleaños 23, llegó al país sin contactos, casi sin dinero, sin hablar castellano. Pensó en Potosí y se dijo: “Si hay mineros, hay trabajo”, pero unas chicas que conoció en la frontera con Argentina le convencieron de dirigirse a La Paz. En esta ciudad se terminó su dinero y supo lo que es vivir en la calle. Partió a Potosí.
Fui minero un tiempo. Un cuate que estaba enfermo me pidió ayuda y me pagaba. Hice perforación manual y todo lo que se hace en interior mina; masqué coca y bebí alcohol puro. Los mineros me aceptaron; quienes me miraban como un monstruo eran los turistas y nosotros nos reíamos a su costa, pues los amigos les contaban que yo había sido abandonado en el socavón.
De vez en cuando, tomaba fotos. Una hoja de contactos de algunas de esas imágenes que expuso Lombardi por vez primera en La Paz, en 1995, forma parte de la muestra “Fin de ciclo” que desde el miércoles se aprecia en artespacio CAF (San Jorge), y con la que se despide del fotoperiodismo.
Aquella vez vendí las fotos justo por el monto necesario para desempeñar mi pasaporte. Sé que el Tío de la mina me salvó el trasero y sigue haciéndolo ahora.En La Paz, donde le hablaron de un trabajo que en verdad no se concretó, la crisis fue total. Diez días sin tomar sino agua, de dormir por las plazas.
Comencé a vender fotos a medios de prensa que me pagaban poco, pero me pagaban. Cierto día, en medio de una protesta, obtuve imágenes que el periodista de la agencia France Press, que llegó tarde, me pidió. Entré por la puerta grande. Antes, ni pensaba en dedicarme a la fotografía, en verdad no sabía qué iba a hacer con mi vida.
Llegaron los días de ganar mucho dinero, de vender reportajes por el mundo. El apogeo lo vivió entre 2005 y 2007. Y vino entonces la crisis de los medios, la catástrofe, los cierres, la reducción de personal.
Me deprimí, toqué fondo. Y empecé a cuestionarme sobre lo que había logrado. Sobreviví, pero no sabía si había conseguido lo que quería. Vi claramente que los medios siguen jugando a esa diferencia de clases y de poder que me molestaba tanto de niño: publican las fotos si tienen sangre o si los poderosos están en ellas. Las historias de la gente común, de la mayoría, no importan.
Decidió poner una cruz a 17 años de oficio. Las fotos de la exposición, que estarán en la CAF hasta el 5 de julio, son las que más gustan a su autor, “y las que menos venden”. Su empeño está ahora dedicado a diseñar ropa de abrigo y de trabajo. Es un empresario, se ríe. Lo que no perderá nunca, aclara, es el ojo crítico sobre una sociedad que sigue colgando cartelitos de “sin futuro” o “inservible” a demasiada gente.
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