La exposición Principio Potosí hay, por lo menos, tres dimensiones interrelacionadas en las que vale la pena reparar. En torno a la relación más general entre el arte y la política, los curadores de esta ambiciosa muestra y su principal promotor, el Centro de Arte Museo Reina Sofía de Madrid, han anudado posiciones críticas sobre tres asuntos. El primero: la crítica de las ideas sobre el origen y el transcurso de la modernidad (el gran giro de su propuesta es mirar a la periferia, es decir al Potosí del siglo XVI, para situar allí el origen del capitalismo y, con ello, la modernidad). La segunda: la indagación de las formas cómo el arte contemporáneo trabaja dimensiones políticas (han convocado a artistas internacionales a elaborar obras ‘críticas’ a partir del ‘estímulo’ de las pinturas coloniales). Y tercero: una discusión sobre el papel de los museos en la actualidad. La primera es la dimensión teórica de Principio Potosí; la segunda, apunta a la esfera de sus propuestas estéticas; y la tercera tiene implicaciones institucionales o de política cultural.
Como se sabe, un voluminoso libro acompaña la exposición y en él están desarrolladas las ideas sobre las cuales se ha concebido y montado Principio Potosí. En el comienzo de estas ideas está Marx y sus conceptos sobre la acumulación originaria del capitalismo, el BigBang de la mundialización de la economía por la vía de la explotación y la expoliación colonial. En el principio también está la conformación histórica de la sociedad colonial de Potosí (epicentro de la acumulación originaria en torno a la explotación de la plata en el Cerro Rico) y la producción de imágenes (el arte colonial fundamentalmente religioso) que justificó y naturalizó ese brutal proceso capitalista. Pero no se trata de una historia superada; es más bien un ‘principio’ (de ahí el nombre de la exposición) que sigue funcionando en el mundo capitalista y globalizado de hoy. En pocas palabras: hoy, como hace 500 años, sigue funcionando la explotación colonial capitalista y se sigue produciendo imágenes (arte) que la justifican. Las obras contemporáneas que integran la muestra son, al mismo tiempo, una crítica y una respuesta desde la estética a esa actualidad de la explotación capitalista.
Deconstruir. En el fondo, se podría decir que los curadores se propusieron, como principio articulador de la exposición, deconstruir las imágenes coloniales para revelar lo que esas formas de representación ocultan. El frondoso aparato teórico conceptual que sustenta este propósito y que, hay que decirlo, más que aclarar y orientar la apreciación de la muestra se constituye en sí mismo en un desafío intelectual, se habría beneficiado incorporando elaboraciones conceptuales sobre el arte en la era capitalista muchísimo más matizadas y depuradas (y por ello, además, sintéticas). Walter Benjamín ya pensó (no solamente con profundidad, sino también con gran belleza) este problema. Y lo razonó con gran ventaja porque lo pensó en la misma materialidad de las obras artísticas. Es decir, para él, el arte en su propio cuerpo lleva las huellas de su producción.
Perfectamente dialéctico. Dos citas del gran escritor alemán podrían haber suplido muchas páginas de artificiosa teoría. En sus Tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamín apunto: “Todo monumento de civilización es al mismo tiempo un monumento de barbarie”. Y, en algún recodo de su laberíntico Libro de los pasajes dice: “Hay que leer lo que nunca ha sido escrito”. Por lo primero: el gran monumento que es el Potosí colonial (su urbanismo, su arquitectura, su pintura, su música) es al mismo tiempo el monumento a la barbarie (la explotación colonial) que lo hizo posible. Por lo segundo: hay que saber mirar ese arte (la materialidad de ese arte, no su discurso) para develar en sus pliegues lo que ha sido negado, es decir, lo que no ha sido escrito. Eso es, en los hechos, lo que algunas obras hacen, pero en el plano conceptual, si se prefiere citar a Noami Klein antes que a Benjamín no hay necesidad de preguntarse por dónde va la cosa. Sobre este tema, nuestros teóricos que están al día de todos los desarrollos posibles del marxismo (incluyendo, por supuesto, a Zizek) han sustituido el ‘principio Potosí’ por el ‘principio silencio’ que, ya se sabe, tiene gran aceptación en estas tierras.
Estética. Sin embargo, más allá de las consideraciones conceptuales y teóricas, el meollo de Principio Potosí es el arte, puesto que la materialización de toda esa discusión son las obras expuestas. Sobre esto, era de esperarse que en una republiqueta artística tan afecta a las novedades, las obras dieran algo que hablar. Son obras, en todo caso, complejas, que juegan, por ejemplo, con la investigación y la documentación, que extreman el uso de recursos tecnológicos. En fin, no tengo ninguna autoridad para meterme en esos meandros, pero considero que algo podría haberse dicho. Por ejemplo, podría decirse que la exposición, mirándola en La Paz Bolivia, abrió una oportunidad excepcional para la acercarse a las dimensiones políticas del arte contemporáneo y a las nuevas formas cómo se trabaja y expresa esa dimensión. Esta oportunidad estimo que puede tener alguna importancia puesto que en nuestro medio, desde hace mucho tiempo, se observa un impasse entre estos dos elementos: la política (como ‘contenido’) y la exploración de nuevos lenguajes visuales (como ‘forma’). De manera muy general podría decirse que los artistas bolivianos que están interesados en incorporar dimensiones políticas en su trabajo utilizan medios expresivos bastante conservadores. En contraste, los artistas que exploran nuevos lenguajes visuales suelen ocuparse, más bien, de asuntos bastante banales. Si Principio Potosí hubiera sido capaz de provocar una mínima discusión sobre este tema entre los artistas locales podría considerarse que ha sido una exposición útil.
Finalmente, el proyecto de Principio Potosí se inscribe en una corriente crítica al papel de los museos. El Director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, cuando visitó La Paz para la inauguración de la muestra se refirió con amplitud a este tema. En el fondo, de lo que se trata es que el museo deje de ser un conservador y reproductor y se convierta en un centro crítico, que proponga ‘artefactos’ (exposiciones) que generen un flujo de crítica en el público, en los artistas y también en los que producen conocimiento sobre el arte. Esta dimensión crítica es inexistente en las políticas culturales locales. No podía ser de otra manera, porque las propias políticas culturales tienen el pequeño defecto de no existir.
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