Cuando no estaba pintando, David Crespo Gastelú solía sentarse a tocar el piano en el salón de su casa paceña, bajo la ventana abierta para el deleite de los vecinos que pasaban por la calle y se paraban a escucharle. Hoy, el vano de aquella ventana está dentro de una de las salas de la modesta pinacoteca que lleva su nombre, en el número 1.911 de la calle José Manuel Loza esquina Avenida del Ejército. Aunque en vida la crítica dio valor al trabajo del pintor que puso su mirada en el altiplano boliviano y peruano, hoy el recuerdo de su obra se ha ido diluyendo como una acuarela al mezclarse con agua. Para evitarlo y dar a conocer sus cuadros y caricaturas, la nieta, Ligia Siles Crespo, también pintora y licenciada en Artes, arregló la antigua casa de sus abuelos y la convirtió en el Museo Indigenista David Crespo Gastelú. Las refacciones comenzaron en el 2002. Siete años después, la casa remodelada abrió al público.
“Es esfuerzo prácticamente mío”, dice Ligia. Y también, de su abuela, la escritora Rosenda Caballero (más conocida por su seudónimo, Gloria Serrano), quien “ha tenido la gran virtud de no vender absolutamente nada de la obra”. Es por eso que, además de lo que está expuesto, en el depósito del museo se guardan bocetos, partituras musicales y los objetos que coleccionaba el artista paceño nacido en Coro Coro en 1901, como pequeñas máscaras folklóricas o cerámica de Huayculi (Cochabamba).
El repositorio tiene dos plantas. En la de arriba, a pie de calle, está lo que fue el salón, aquél donde el artista tocaba el piano, y el comedor. Además de la chimenea original (sólo se ha cambiado la repisa de madera por una de mármol), se conserva el mueble radio y pick-up (tocadiscos) del pintor.
En las paredes cuelgan varias de las caricaturas que Crespo Gastelú hizo de intelectuales, políticos y literatos de su época , normalmente del género masculino (los presidentes Bautista Saavedra y José Luis Tejada Sorzano, el periodista, abogado y también canciller de Bolivia, Abel Iturralde, o el historiador Amable O’Connor, entre otros). Plasmó esos retratos satíricos en acuarela y tinta china sobre papel o cartulina. Al compararlos, se ven las diferentes etapas por las que pasó el caricaturista a la hora de retratar a las personalidades: deformación, síntesis y síntesis psicológica.Comenzó a dibujar ese tipo de retratos en la adolescencia. Como sucedió con todas las técnicas que utilizó, aprendió por sí mismo. “Trabajó con la libertad del autodidacta, sin academicismos, sin normas”, destaca Ligia del abuelo.
Entre estos dibujos está también el suyo propio, de 1927, en el que se le ve alto y delgado. “Era tranquilo pero pícaro”, cuenta. “Eso le ha servido para hacer las caricaturas”. Aunque, al mismo tiempo, era exigente. En la familia se recuerda que a la abuela Rosenda le gustaba tejer. Y el abuelo solía increparla: “¿Cómo vas a estar haciendo una cosa que se hace punto por punto y que lo hace una fábrica? Tú tienes capacidad para escribir, ¡escribe! ”. Y cuentan como anécdota que, una vez, le arrancó lo que estaba cosiendo y lo lanzó al techo.
Conciencia política
Marx, Tolstoi y Engels estaban entre los autores de sus lecturas habituales. “Tenía ideología de izquierda”, afirma Ligia. Gracias a ello tuvo ese acercamiento a lo indígena en una época en la que otros se fijaban en los modelos artísticos europeos y se menospreciaba el mundo indígena. “En cambio, él puso su mirada en nuestra tierra”.
Sus raíces también están en la lectura de la Creación de la Pedagogía Nacional (1910), de Franz Tamayo. Así lo señalaba Dulfredo Rúa Bejarano en el preludio del afiche publicado en el centenario del nacimiento del pintor, con motivo de una muestra retrospectiva. En el ensayo, Tamayo decía: “¿Qué hace el indio por el estado? Todo. ¿Qué hace el estado por el indio? Nada... El indio es constructor de su casa, labrador de su campo, tejedor de su estofa y cortador de su propio traje; fabrica sus propios utensilios, es mercader, industrial y viajero a la vez; concibe lo que ejecuta; realiza lo que combina y, en el gran sentido shakesperiano, es todo un hombre”.
Jilakatas, jóvenes, pescadores, músicos son algunos de los rostros retratados al óleo o acuarela, o con técnicas mixtas, como en el cuadro Madre puneña, de 1939, en el que mezcla acuarela, carbón, grafito y sanguina sobre papel. Es uno de los pocos semblantes individuales femeninos expuestos en el museo.
De la finca que tenía la madre de Crespo Gastelú en Quilloma (Coro Coro, capital de la provincia Pacajes de La Paz), el artista sacó a buena parte de los personajes de los cuadros que están en la sala denominada Retratos Indios, como Sisco, Mateo Choque, Indio joven, o la Taika Jacoba (Madre Jacoba, la curandera) de la Sala Andina. En ese espacio vuelve a mostrarse a sí mismo en un autorretrato al óleo de 1928. Poco tiempo antes había comenzado a utilizar esta técnica. Hasta entonces, hacía caricaturas y algunas pinturas con acuarela.
Y fue algo fortuito. Andaba Crespo Gastelú por el Montículo, en Sopocachi, con su amigo el poeta Óscar Cerruto. Allí se encontraron con un pintor argentino que había estado viajando por Europa y que había regresado a América influenciado por los movimientos artísticos europeos, particularmente el puntillismo (basado en pinceladas cortas y desunidas, surgido del impresionismo a finales del siglo XIX). Junto al argentino, el artista paceño comenzó a pintar al óleo cuadros puntillistas. Algunos muestran al Titicaca en escenas de finales de la década de los 20, que se muestran en la Sala del Lago Sagrado.
Pero no abandonó otras técnicas, como el gouache, e incluso las mezclaba. Ésa una de las características de su obra, junto con la aureola que hacía alrededor de las figuras humanas y del borde de los cerros. También llama la atención su firma: unas veces signaba en mayúsculas (normalmente, en los óleos) y, otras, en minúscula (como en las caricaturas), siempre escribiendo sus dos apellidos.
Sobre la chimenea de la última sala, Llanto y Alegría, está Fiesta de Caquiaviri, del año 36. Muestra en primer plano a las autoridades vestidas al estilo tradicional, compartiendo coca y alcohol. Ellos están en la sombra, igual que los personajes del segundo plano donde se ve a un hombre torear a un bovino.
Es al fondo donde está la luz, que ilumina la escena del baile, con las polleras al vuelo, las casas del pueblo y los coloridos cerros detrás. Ésta es una muestra más de su libertad pictórica, asegura la nieta del artista, porque para los academicistas la iluminación siempre va en primer término. Con ese cuadro obtuvo el 2° premio en el 5° Salón Oficial de la Facultad de Bellas Artes, modalidad óleo, de Santiago de Chile.
Entierro aymara y Kusillos al viento, del año 1934 y del 1941, respectivamente, y realizados en gouache, son dos pinturas con mucha fuerza. En uno, las nubes bajas, al compás de las cabezas del cortejo fúnebre, dan sensación de pesadez y tristeza. Los kusillos, en cambio, son la expresión de la fiesta, de ahí que el nombre de este espacio sea Llanto y Alegría: se muestran costumbres tanto festivas como de pesadumbre. Tampoco falta la ermita, estilo colonial, de Quilloma, retratada por fuera y por dentro y titulada como la Capilla del silencio. “Los nombres los ponía mi abuela”, apunta Ligia.
En la misma sala hay dos pequeños cuadros: una Virgen indígena y un Niño Jesús, también con rasgos andinos. Crespo Gastelú los pintó para las cabeceras de las camas de su esposa y su hija, que siempre le acompañaban durante sus viajes a Cusco, Potosí, Coro Coro... “Les llamaban La Sagrada Familia”, cuenta la nieta, sonriente.
La relación entre el matrimonio de artistas, ella escritora, él pintor (se pueden ver los retratos de ambos en una vitrina) alimentó también sus respectivas profesiones: además de titular los cuadros de su esposo, publicaron dos libros: Tierras del Kosko y Jirones Kollavinos, donde la pluma de Serrano y el pincel de Crespo Gastelú se fundieron para contar con palabras e ilustraciones los viajes de la familia por el altiplano.
La faceta de ilustrador del pintor no se redujo a las dos publicaciones, sino que puso imágenes a cuentos, poemas y portadas de discos, revistas, periódicos y otros libros.
Aunque siempre fue autodidacta, en 1945 se marchó a Buenos Aires con una beca para aprender el arte de pintar murales. Allí estudió durante dos años en la Escuela de la Cárcova. La familia conserva el boceto de éste y otras grandes pinturas que tenía previsto realizar en Bolivia.
Fue elegido director de la Academia de Bellas Artes de Sucre, y allá llegó en tren en 1947 desde Buenos Aires. Entre los que fueron a recibirle estaba Wálter Solón Romero, alumno de la academia, gran muralista y mentor de Ligia. El recorrido del corocoreño debía continuar hasta La Paz, pero su corazón falló. Su casa sigue abierta para poder apreciar su pionera mirada del mundo andino.
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