Javier Fernández - En la galería Altamira de la zona Sur, el artista Javier Fernández presenta la muestra titulada Silencios urbanos. Una singular reflexión sobre los objetos que pueblan cotidianamente los espacios urbanos está en la base de esta serie de acuarelas. A esa existencia silenciosa de las cosas, a sus maneras explícitas o secretas de mostrarse y a su relación con la vida diaria y las emociones de los hombres y mujeres en la ciudad, se refiere el artista en esta entrevista.
Rubén Vargas
— Su exposición se llama ‘Silencios urbanos’. ¿Cómo debemos entender esa frase?
— Vivimos en un planeta muy ruidoso, muy activo, en el cual, de alguna manera, el ser humano ha perdido su capacidad de reflexión. Ya no tiene tiempo para el silencio, para la meditación, para la contemplación, para conmoverse. Y a cada paso, en la ciudad, hay silencios que nos conmueven. Hay seres, esencias y presencias que nos están gritando en silencio que existen, que están ahí. Son tan cotidianos que ya no los vemos, pasamos de largo. Nos hemos acostumbrado a vivir sin la capacidad de reflexión, sin un momento de diálogo. Los objetos nos están hablando a gritos, son los seres que nos habitan.
— En esta serie llama la atención la ausencia absoluta de la figura humana. ¿Por qué ha prescindido de ella?
— Quiero regalarle la ciudad al público. La ciudad, para ellos solos, para cada uno que observa el cuadro. Ofrecerle un rincón, un lugar, un espacio, una luz y una sombra para él solo, para que sea él quien complete la imagen, que sea él el elemento vivo, el sujeto frente al objeto. Por eso he decidido no poner un solo sujeto en los cuadros, ni una planta, ni una fruta. Los objetos que se muestran de tan presentes, de tan cotidianos, se han convertido en parte nuestra. Y tienen vida propia.
— Las casas, las puertas, los balcones de sus cuadros están trabajados por el tiempo. En los objetos, se diría, está presente el desgaste del tiempo...
— Uno de mis grandes propósitos como pintor ha sido tratar de representar el tiempo. Es muy fácil representar el color, la luz, pero no pintar el tiempo. El tiempo es una abstracción y uno tiene que darle una figuración. Una de mis grandes luchas es retratar el tiempo, el movimiento, la historia de las cosas. Lo voy a poner gráficamente: cuando era niño me gustaban las panaderías; tenía una fijación por partir un pan y olerlo. El olor del pan me recuerda hasta ahora mi niñez. Me llamaba la atención el horno y la gente que trabajaba en el horno. Pero una panadería no son las máquinas que hacen el pan, ni las personas que trabajan, ni los ingredientes. Una panadería es el polvo de la harina que se pega en las cosas. Eso es lo que yo quisiera pintar. No la panadería, sino ese polvo que oculta pero al mismo tiempo armoniza todo. Hay otra cosa que me gusta decir: el fuego tiene su lluvia. Y la lluvia del fuego es la ceniza. Cuando uno pinta el fuego debería pintar la ceniza. A mí me interesa pintar eso. No quiero representar un objeto como lo veo sino como lo siento. Me gusta tocar las paredes, me gusta sentir las cosas para poder representarlas.
— Otra presencia recurrente en estos cuadros son los bultos, las cajas. Son formas que encierran algo, pero no se sabe qué...
— Es otra de mis miradas. Y tiene que ver con los silencios. El mercado es una eclosión de color, de movimiento y de júbilo. Es la fiesta social. Mucha gente va al mercado para hablar con otra gente, no para comprar. Pero a las dos de la mañana el mercado está desierto. Y ese es uno de los silencios urbanos. Eso es algo que la gente no conoce. No sabe que las frutas estaban escondidas detrás de un plástico o que los productos que uno compra estaban envueltos en una especie de sarcófago improfanable. No tengo noticia de que algún ladrón haya intentado alguna vez abrir uno de esos objetos. Son sacrosantos, intocables. Me gusta mirarlos como tótems impenetrables. Encierran, por supuesto, la riqueza de la gente, su inversión, pero también sus preocupaciones, sus miedos. Esas angustias están ahí, revoloteando sobre los objetos. Me conmueven, por eso les hago un homenaje.
— Ha pintado una vieja casona del centro de la ciudad, de la plaza Frías (ver la portada de esta edición de Tendencias). Cuéntenos algo al respecto...
— Esa casa me ha impresionado desde que era niño. Solía ir a jugar al antiguo Mercado de Flores de la iglesia de La Merced. Esa casa está en el paso obligado, al final de la calle Comercio y comenzando la calle Illimani. Era un calle tan linda, con muy pocas casas. Quizás la única casa importante era ésta. Es un portento de edificio; a pesar del abandono tiene una presencia imponente: perfora el suelo y el cielo. Eso dice mucho de esta casa que merece un mejor destino. No sé a quién pertenece. Merece que la reconozcamos como a un ciudadano eminente, como a un personaje. Hay muchos elementos de la ciudad que merecen esa categoría.
— ¿Qué es la acuarela?
— La acuarela es una y muchas cosas, pero fundamentalmente es un diálogo con el agua. En ese diálogo uno va encontrando los secretos que esconde la transparencia, la luminosidad, la delicadeza del agua. La acuarela nace con la lluvia. La naturaleza ha hecho las acuarelas más impresionantes. Cuando hablo con mis estudiantes les digo que para aprender acuarela lo único que tienen que saber es controlar el agua. El control de la humedad es la clave de cualquier acuarelista. Hay algunos que manejan con tanta sobriedad litros de agua y a otros les basta unas cuantas gotas. Esa sabiduría, ese diálogo, ese enamoramiento del agua es lo que hace una buena acuarela, un trabajo digno de la humedad.
Perfil
Nombre: Javier Fernández
Nació: La Paz, 1958
Profesión: Pintor
Un referente de la acuarela en la plástica nacional
Javier Fernández, desde mediados de los años 70, es un referente de la acuarela boliviana. Estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes de La Paz y en la Facultad de Arquitectura y Artes de la Universidad Mayor de San Andrés. José Bedoya Saenz, curador y artista, dice que “su paleta se caracteriza por el empleo de tonos grises y temática ligada a la vida cotidiana de la ciudad de La Paz y a las diversas y asombrosas manifestaciones de sus habitantes, con una mirada que nos acerca al realismo mágico”. Por etapas en sus cuadros han trajinado seres leves, fantásticos, casi como la misma acuarela que les dio vida, en paisajes evanescentes. En su más reciente serie, Silencios urbanos, su mirada se ha volcado más bien a la materialidad y las formas de los objetos cotidianos. Javier Fernández es también un estudioso de la acuarela nacional. Como resultado de sus indagaciones, este año ha sido el curador de una amplia exposición de esta disciplina de carácter panorámico e histórico presentada en las salas del Museo Nacional de Arte.
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