Casi todos los años en el Fitaz tenemos una obra que solivianta, por mala, por desubicada. Este año le tocó a Francia y la indignación fue suprema, superlativa. Incluso hubo espectadores que se salieron del espectáculo. La culpa no es de la organización, sino de la manera de trabajar: las embajadas europeas “eligen” las obras que representarán a sus países respectivos. No sabemos quién escoge, no sabemos si existe una curaduría, si alguien ve la obra antes. No sabemos.
El público, el jueves 29 en el Municipal, se vio sorprendido por una obra pésima —teatralmente hablando—, racista, eurocentrista, insultante, farsante y vejatoria. Contra las japonesas, contra Japón y contra todos nosotros.
Estupor y temblores es la adaptación homónima de la novela de Amélie Nothomb (japonesa de origen belga con “ciertos” problemas con sus orígenes) y está interpretada por la directora y actriz Layla Metssitane, en un monólogo plano, con apenas una mesa y un maniquí como escenografía.
La obra comienza con la actriz quitándose un burka (el velo islámico) y maquillándose como japonesa. La obra termina al revés: maquillaje nipón por velo islámico. Profundo mensaje: las japonesas viven como las afganas, sojuzgadas, listas para ser liberadas a base de bombardeos.
Estupor y temblores se divide en tres partes. En la primera, la japonesa maquillada se dedica a recitar sin chiste ni gracia, sin interpretación actoral, como máquina, una serie de lugares comunes racistas sobre la situación de la mujer en Japón. Algunos se ríen en la platea, otros se van. ¿Y si cambiamos a las japonesas por bolivianas, nos seguimos riendo? Aquellos miran perplejos. El racismo no tiene nada que ver con el humor ácido ni con la sátira, que supuestamente abandera la obra.
La segunda parte cuenta las aventuras de una europea (estúpida, incapaz de entender otras culturas) en una empresa japonesa, para seguir con la retahíla racista. El texto, altanero, soberbio, sobrador donde los haya, pasa a burlarse del sentido del trabajo de los nipones para luego hacer chistes con Nagasaki e Hiroshima. Qué ocurrente, doctor, como dirían Les Luthiers.
En la tercera parte llega el acábose: la actriz nos cuenta una violación en la citada empresa a cargo del jefe mientras todos miran. Y claro, como son japoneses, nadie dice ni hace nada. Excepto la europea francesa-belga que por “protestar” es enviada de contabilidad a limpiar retretes. Con la música del “cisne negro” de Piotr Ilich Tchaikovski, el maquillaje nipón se convierte en burka.
Aplausos tímidos. Inaudita, inconcebible, asquerosamente racista e innecesaria obra de teatro que jamás debió manchar un Fitaz que hasta este jueves marchaba viento en popa.
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