Tiene 28 años y nombre de artista: Dardo Vilar, y en su casa lo habitual es que las cosas desaparezcan. No tanto por el hecho de que él se convirtiera en mago hace unos años, sino porque a veces el desorden le gana. En su escritorio, hay un naipe con una esquina rota —un cuatro de tréboles que cortó y que laminó en tres capas mientras practicaba—, mandos a distancia, algunos cables sueltos y unos audífonos. Sobre su cama, ropas al paso. En la cómoda, buena parte de su equipo básico: pañuelos de colores, una máscara de gas con un diseño electro dark, vasos desechables, ligas. Y en la baranda de escalera con la que uno se topa nada más atravesar la puerta de su habitación, más ropa: los restos aún medio empapados de la última colada. “Alguien que se dedica a la magia, como yo, lo hurga todo y casi todo el tiempo —suspira—. Y por eso lo normal cuando necesitas algo es que al final no lo halles por ningún sitio”. Nada por aquí, nada por allá.
Lo que Vilar no suele perder de vista es una baraja con el autógrafo de René Lavand, un ilusionista argentino de 86 años conocido por su facilidad para sorprender al público con sus rutinas con una sola mano —es manco—, que a menudo realiza casi a cámara lenta —“lentidigitación”, bautizó él mismo a su técnica—. “Me lo crucé de casualidad en un aeropuerto y no me resistí a pedirle que firmara mis cartas —recuerda Vilar como si fuera ayer—. ‘No acostumbro a hacerlo porque no puedo apoyar bien mi única mano’, me dijo él. ‘Yo las puedo sostener, maestro’, le dije yo”. Y dicho y hecho.
A la colección de Dardo se suman además las firmas dicharacheras de otros colegas, como el estadounidense David Blaine —capaz de permanecer dentro de un ataúd de cristal, bajo gravilla, durante una semana—, Juan Tamariz —un excéntrico español de melena rizada que finge tocar un violín invisible cada vez que logra impresionar a la concurrencia— o el coreano Yu Ho Jin —apodado El Manipulador por su gran destreza—. Las suele recolectar en barajas marca Bicycle nuevas o seminuevas.
“Para la gente como nosotros (otro mago nos acompaña en este momento y el comentario abarca a ambos), una carta es un fetiche”, afirma. Cuando comenzó, Dardo no salía a la calle sin meter una en sus pantalones. Y ahora, como si se tratara del cepillo de dientes, lo primero que empaca antes de emprender un viaje es una baraja completa. El cuarto de Dardo es una radiografía precisa de quien lo habita: uno de sus números preferidos —el 13— invade un pedazo de techo y apunta hacia sus ojos cuando se recuesta sobre la cama. “Lo pinté ahí por cábala”, asegura. En una pared, hay un grafiti con la rúbrica de su chica. En su computadora —y repartidos en cajones y baldas—, algunos de los libros con los que ha aprendido: Hipnotismo. Estudio experimental, de William Fardwell, Pick Pocket (carterismo), de Eddie Josseph y Roger Crosthwaite, Por arte de verbimagia, del mencionado Tamariz, o Tricks of The Mind (Trucos de la mente), de Derren Brown. Y sobre un mueble con compartimentos, artilugios que imitan a los que usaba el mítico Houdini. “Lo mío es el escapismo”, dice Vilar mientras los observo.
Y un rato después, tras posar para una foto, completa una demostración ataviado con una camisa de fuerza rodeada por una larga cadena que le regaló Diego Minevitz, un especialista en actos extremos que le ha ayudado a afinar algunas de sus habilidades.
Esposas reglamentarias
Unos meses atrás, aprovechándose de sus buenas mañas, tras una detención arbitraria, Dardo volvió locos a unos policías en la comisaría porque se sacaba y se colocaba las esposas una y otra vez, en cuanto lo perdían de vista. “La verdad, no era mi intención, pero me las apretaron mucho. Nunca pensé que fuera tan fácil abrir unas reglamentarias”, sonríe.
Luego, calcula que en congresos y chucherías para ilusionistas gasta alrededor de 7.000 dólares anuales, lo que cuesta en Bolivia un pequeño automóvil de segunda mano. Y después comenta que su primera inversión fue mucho más modesta: 20 bolivianos (casi tres dólares) que ocupó en averiguar cómo un compañero de colegio hacía aparecer un naipe de la nada. Hoy, una de las hazañas más impactantes de Vilar se llama Claustrofobia. Antes de llevarla a cabo, le inmovilizan los brazos, le introducen en una saca de correos de las antiguas y en una bolsa de plástico negro muy gruesa, lo sellan todo con cinta de montar, eslabones de fierro y un candado. “Y luego, apenas tienes un minuto para fugarte de ahí adentro —explica—. Porque el oxígeno es escaso”. A veces, la magia consiste simplemente en enfrentar nuestros mayores miedos.
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