30 grados de frío, obra dirigida por Luis Miguel González Cruz, trata de un tema que se podría decir es tan ajeno a los intereses de un espectador en Bolivia, que de entrada parece difícil de sobrellevar. El duque de Osuna y Juan Valera —que le va a servir de secretario al primero y en cuyas cartas se basa la obra—, narran las peripecias de una misión diplomática en la Rusia del Zar.
Salvado el primer momento de estupor en el público, los actores hacen ver que sí que es interesante el tema: la diplomacia, en aquellos tiempos y esos lugares lejanos, se parece mucho a lo que suelen hacer aún hoy los embajadores de ciertos países: perder el tiempo en bailes y recepciones, coqueteos y orgías, desfiles y condecoraciones. ¡Eureka!
Una cosa es, sin embargo, hallar la punta del ovillo y otra tratar de encontrar el meollo del asunto que justifique casi dos horas de representación.
En verdad, hay que sacarse el sombrero, y no por diplomacia, ante estos actores. Gracias a ellos se hace sostenible la obra, pero tampoco son magos y luego de momentos muy bien resueltos, dinámicos, divertidos, el ritmo decae y algunos espectadores aprovechan para el mutis.
Se podría aplaudir el uso de recursos para, con sólo tres actores y en un espacio bastante clásico en su escenografía, abrir ventanas a la imaginación y dar la sensación de multitudes, de salones de fiesta, tropas, etc. Pero si todo ello no ayuda a conectar con el público, qué frío de grados bajo cero
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