La casa de Franz Tamayo en su natal La Paz se hallaba en la calle Loayza, entre Mariscal Santa Cruz y Camacho. Hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar cómo sería la casona donde correteaba el niño llamado Francisco hasta sus diez años de edad, pues no queda nada de ella. En su lugar se ha erigido el edificio donde funciona un negocio de materiales de escritorio, dice Mariano Baptista Gumucio. Este estudioso de vida y obra de varios bolivianos célebres, que en 1977 publicó el libro Yo fui el orgullo, sobre el pensamiento y la existencia del autor de Nuevos Rubayat, persiguió durante 30 años a autoridades de los más distintos colores y tendencias, convencido de que los paceños debían dedicarle un museo a “su más grande poeta”. De hecho, preparó un folleto con la propuesta que no se cansó de enviar gestión tras gestión.
Nadie quiso escucharle. Mientras tanto, Baptista se dedicó a seguir reuniendo materiales: una máquina de escribir, un sombrero, libros, artículos de prensa, caricaturas, fotografías... Por supuesto, no dejó pasar la información de los hechos del 6 de febrero de 2004 —triste coincidencia, pues ese mes se recuerda el aniversario natal de Tamayo—, cuando los paceños de la provincia Los Andes tomaron por la fuerza la hacienda altiplánica de la familia en Yaurichambi.
Cuenta don Mariano que, finalmente, este 2012, la familia del desaparecido Mario Mercado Vaca Guzmán acogió la idea de financiar el montaje de un museo, sobre todo porque todos sabían del deseo del exalcalde paceño y destacado empresario de abrir una galería dedicada a los autores en la calle Jaén, proyecto que no logró concretarse. Otro espaldarazo, decisivo, fue el que dio el alcalde de La Paz, Luis Revilla, al ceder amplio espacio en el museo interactivo para niños Pipiripi.
En mayo reciente, pues, abrió sus puertas el museo que, si bien tiene a Tamayo como personaje central, reúne material sobre otros autores que, nacidos en La Paz, aportaron a las letras bolivianas.
Durante la inauguración del lugar, el gestor Baptista lamentó que ninguno de los escritores bolivianos, y los paceños no son excepción, puedan ser conocidos a través del lugar que habitaron, en el que no pocas veces nacieron y crecieron, en el que pensaron y crearon sus obras. Citó ejemplos de otros países, Chile con Pablo Neruda para no ir lejos, que no solamente se aseguran de que las nuevas generaciones se informen de una manera tan próxima como es recorriendo una vivienda, sino que de esa manera atraen turistas y recursos nada despreciables.
Como se ha dicho, la casa citadina de Tamayo no existe más (sólo quedan datos, como el de que la familia solía vender quesos, elaborados en Yaurichambi, en la puerta, como hacían muchos paceños con propiedades en el campo). Y la hacienda, que volvió a manos de la familia Tamayo, está ahí, descuidada y a la espera de que se cumpla la promesa de alguna autoridad de la Prefectura (hoy Gobernación), de hacer de la propiedad “un complejo turístico en memoria del escritor” (La Razón, 7 de febrero de 2004).
Bajar, subir
El Espacio Memoria y Futuro Pipiripi es para los niños. Tuvo un antecesor en el museo Kusillo, obra concebida por Peter McFarren en el amplio terreno del cerro Santa Bárbara que, al volver a manos ediles, pudo haber sido destinada a otros menesteres. La Alcaldía decidió mantener la esencia del lugar y, de esta manera, la infraestructura diseñada por el arquitecto Juan Carlos Calderón ofrece, de miércoles a domingo, actividades lúdico-educativas.
La galería de los autores paceños ocupa 11 ambientes del subsuelo, de manera que acceder al lugar es ya una manera de descender a la ciudad de las subidas y las bajadas. En la rampa de ingreso, se ha pintado letras que hablan de esta urbe custodiada por el Illimani. “No se mira hacia arriba, se mira hacia abajo. Por las laderas y las casas en pendiente, se mira hacia abajo”, reza uno de los cuadros pegados al piso.
Ya en una calle interna, enormes imágenes de La Paz de antaño, pintadas o en fotografías, van creando ambiente: sobre sus gentes, sus paisajes; el tranvía, el paseo por la Alameda (El Prado) poblado de árboles, una familia mestiza posando en un estudio fotográfico, un carnaval de 1930, los primeros automóviles, etc.
Comienza entonces la galería de escritores que abre Pedro Nolasco Crespo, paceño del siglo XVIII, que puede ser considerado, por haber publicado una serie de ensayos científicos, propone Baptista, como el primer escritor de esta ciudad.
Tamayo llama la atención necesariamente, pues hay más de 100 fotos suyas, un busto, estatuillas, sus libros, reproducciones ampliadas de sus artículos en la prensa, de críticas sobre su obra, imágenes de sus familiares y objetos.
Unos 70 autores están reunidos en este espacio, “los que comulgaron entre ellos, los que se odiaron en vida, los hay derechistas, indigenistas, izquierdistas, contemporáneos de Tamayo, posteriores a su generación... de todo”, resume el curador. Isaac Tamayo (el padre del autor, escritor también él), Alcides Arguedas, Fernando Diez de Medina, Jaime Saenz, Guillermo Bedregal (hijo), René Bascopé, Blanca Wiethüchter, Víctor Hugo Viscarra. El abanico es amplio, abarcador.
Los niños son los invitados principales. Ellos hacen un recorrido general no exento de expresiones de sorpresa como: “Miren, ¡una máquina de escribir... de 1900, guau!” O diálogos del tipo:
— Un saco remendado, qué chistoso.
— Sí, dice que es de un hombre que se llama como mi hermano.
— ¿Qué se llama tu hermano?
— Jaime.
— ¿Y éste?
— Jaime Saaa Sa-en-z
La mirada de los chicos, en un museo que les promete juegos, es quizás por ello entusiasta, traviesa. Tocan hasta lo que no deberían. Y preguntan, ríen.
Hay mesas dispuestas para jugar scramble, creación del Pipiripi que así pretende ir fijando nombres de escritores, que se les hagan familiares a los niños. Otro juego es la ruleta que tiene fotografías de los autores y sus nombres que encajan por los colores.
Un largo panel, con ilustraciones caricaturescas, resume la vida de Tamayo: que nació el 28 de febrero de 1879, que fue hijo de Isaac Tamayo y de Felicidad Solares, que siendo un niño hablaba ya el aymara, el inglés y el francés, además del castellano, que además de escritor fue parlamentario, que pudo llegar a ser Presidente de Bolivia, que murió en 1956. Y está la posibilidad de que los chicos reproduzcan los dibujos y recojan los datos que más les hayan interesado.
En una sala especial, se dictan talleres para jugar con las palabras: hay letras, se elabora papel reciclado, se arman frases y se crean versos que luego se llevan los niños. O se exponen, como el texto que estampó Maya Arteaga: “Yo vivo en el pueblo porque me gustan los cerros...”. De todas maneras, en el libro de comentarios, hay quienes, además de felicitar por el lugar, sugieren “más juegos por favor”.
Es cierto que un paseo por Yaurichambi, con su capilla privada, su amplio patio donde se ingresaba a caballo, la loma donde uno imagina que Tamayo escribió La Prometheida, tiene la fuerza de la evocación, la energía de lo habitado. Pero, como tener una casa de autor convertida en museo parece un sueño, mucho más tener varias, la galería del Pipiripi es una alternativa para acercarse a muchos escritores. Y hasta para soñar con que en algún momento llegue al lugar un ejemplar de la novela perdida, “de la que supe por un ensayo de Gustavo Adolfo Otero, que se puede considerar la primera indigenista; es Manuelito Catacora y fue escrita por Alberto Cornejo en 1900, es decir 11 años antes que Raza de bronce, de Alcides Arguedas”. De esa edición, que cabe imaginar que no llegó a más de 300 ejemplares, no se dispone ni de uno en las bibliotecas públicas. Mariano Baptista ha hecho un llamado para que, si alguna familia tiene un libro, lo haga saber.
La esperanza del gestor, que no deja de trabajar reuniendo datos y objetos de la historia de Bolivia, es que otros municipios se animen a hacer justicia con sus personajes importantes, no solamente escritores. Por ejemplo, ha ofrecido a Tarata montar un museo dedicado a Mariano Melgarejo y el militarismo del siglo XIX, “no para ensalzarlo, sino para entender un periodo de la vida del país”, dice. Tiene retratos únicos e, inclusive, una enorme cama de madera que fue primero de un obispo y luego de Juana Sánchez, “la Juanacha”, pareja de Melgarejo que murió en Bolivia, sumida en la pobreza. Este mueble lo adquirió de un anticuario.
De Potosí posee bienes (aparte de los que ya donó a la Casa de Moneda): “Hace dos años que ofrezco donarlos a la Gobernación, pero ni la secretaria me responde”.Otra de sus propuestas es el museo sobre el escritor y crítico literario, Carlos Medinaceli y La chaskañawi, en Camargo.
¿Por qué tanto afán? “Porque es necesario buscar nuestras raíces para superar el complejo adánico que lleva a creer que estamos naciendo ahora, que no tenemos un pasado, que venimos de la nada”.
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