miércoles, 2 de enero de 2019
La creciente oferta teatral exige que haya más salas. Los festivales fueron una vitrina muy importante
El teatro es para aquellos que lo ven, eterno presente. Es imposible para mí hacer una comparación entre el teatro de este año y el que ha podido suceder hace cinco, 10 o más años (ojo, sería, sin embargo, posible, comparar los textos dramáticos, pero eso sería otra cosa). Es por eso que solo puedo hablar del teatro de este año en sí mismo: esto no es empobrecedor como podría pensarse, por lo contrario, este año tuvo picos altos y bajos que dejan preguntas (más que respuestas) importantes sobre el hacer teatral que los elencos (y no solo, pero mínimamente) tendremos que respondernos en los años, en las vidas, que siguen.
Dos aspectos serán fundamentales para esta breve reflexión: la producción de teatro y, para no dejar a los lectores de lado, el rol del espectador. Una idea será central: como diría Alain Badiou, filósofo francés, en su Rapsodia para el teatro, este arte debería problematizar, aunque no exclusivamente, el estar de una persona (en varios sentidos, aunque hoy deberíamos pensar en un estar político).
Este año hubo (y de inicio esto no puede mirarse con malos ojos) un aumento en la producción escénica: no lo digo por comparación con otros años, sino por los interesantes eventos que han acontecido. Tuvimos dos grandes festivales, Fitaz y Escénica. Además del MICC y de emprendimientos privados como Teatro Punto Bo o el proyecto titánico de Winner y su Dodecalogía. También debemos ver que nuestras salas están llenas de propuestas, lo que ha hecho que sea necesario que el Espacio Simón I. Patiño abra su nuevo espacio y se plantee un nuevo Teatro Municipal en la zona Sur. No se puede negar el crecimiento en la producción que yo, incluso, considero desmesurado. Pero el evento, la construcción, la cantidad de estrenos no hablan en sí mismos del teatro…
Mucho se ha hecho, pero queda la duda: ¿para qué se ha hecho?, ¿se habrán preguntado los elencos el porqué de su necesidad? Una nueva generación, la mía, ha empezado a entrar con mayor fuerza en el panorama escénico: muchos de ellos han aprendido mal de la anterior generación que sigue pensando que el teatro es destreza técnica, es moraleja o enseñanza, es entretenimiento. Mabel Franco ya nos ha avisado que el teatro no “es”. Gadamer ya nos ha dicho que introducir un interés ajeno al propiamente poético al arte es destruir su “verdad”; lo cursi no es lo romántico, es poner el arte a función de algo: negar su polisemia. Muchos son ya los críticos y filósofos que han pensado sobre el tema. ¿Por qué los elencos no leen con obsesión sobre su hacer?, ¿por qué el médico tiene que estudiar hasta el hartazgo y el artista solo tiene que “expresar sus sentimientos” o hacer algo “estético” o “entretenido”? Del médico depende la vida física de la persona, pero del artista la vida simbólica y este año la gran mayoría del teatro se ha mostrado indiferente (o inconsciente) sobre este hecho: hagan ustedes el paralelismo político.
Pasemos a hablar de los espectadores. A pesar de los grandes eventos que mencioné, en general las salas estuvieron vacías. Puede ser (y, como confirmamos en el MICC, es) un fenómeno no propio de Bolivia: cada vez se ve menos gente en el teatro en todo Latinoamérica, quizás, en todo el mundo (como diría Steven Pinker, también menos gente lee crítica literaria). Pero en La Paz la cosa está peor, ni siquiera los que hacen teatro van a las salas si el que se presenta no es nuestro amigo, familiar, conocido… Tenemos miedo a lo nuevo, a arriesgarnos. Los espectáculos más vacíos son siempre los que llegan de otras ciudades o países: vi obras de Santa Cruz, de Argentina, de Cuba, con no más de 10, cinco, nadie… Los espectáculos más llenos son los de ese teatro de entretenimiento, de aquel que nos hace olvidar la vida, reír. Ya Badiou señala que la gran parte de espectadores prefieren al “teatro” (así, de forma despectiva, entre comillas, en minúscula y cursiva) que al Teatro. Porque todos quisiéramos seguir en la ignorancia, creer que nuestro mundo simbólico está ordenado, no existe, no molesta; pero ese dolor de muelas algún momento se hincha, si no se trata a tiempo, las cosas solo empeoran: hagan nuevamente el paralelismo.
Para finalizar un consejo, quizá, digno de libro de autoayuda. Hacer un balance es siempre difícil: yo creo que todos los años (como todas las obras, como todas las vidas) tienen luces y sombras. Lo importante no es, entonces, tratar de que todo sea luz: la utopía es quizás tan cegadora como la oscuridad total.
Dar vueltas entre luces y sombras, ir variando, siendo siempre consciente de su existencia (y de tu existencia entre ellas) es lo importante: para no estancarse. Porque, como dirían las Kory Warmis, en Déjà vu, los conflictos se van enredando y enredando... Fluir, dice en un hermoso poema Blanca Wiethüchter, es nombrar. Nombrar solo es posible estando, pero en el sentido teatral, pleno, de esta palabra. Estar en tu día a día y que el teatro (la vida) que te armes sea la mejor posible: no solo para estas épocas festivas donde el espectáculo es más evidente, sino en cada instante, en cada palabra: sentir al máximo, ser consciente al máximo.
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