“Admiro demasiado al trabajador que está reflejado sin duda alguna en el aparapita. Este personaje trabaja cuando le da gana y es un símbolo del hombre paceño y yo abrí este espacio de arte porque me da la gana y así me identifico”, afirma Elías Blanco, director del museo El Aparapita, un particular espacio cultural ubicado en la populosa avenida 31 de Octubre de Villa San Antonio Bajo.
Para ver las obras que realizan los artistas bolivianos ya no es necesario ir hasta galerías grandes y de renombre. Y es que el arte y la cultura también tienen admiradores en los barrios y zonas populosas.
“El objetivo de este museo es que el arte y la cultura lleguen a las villas, a la gente de a pie”, dice Gonzalo Llanos, Golla, escritor y dibujante que hace un par de meses expuso en este museo.
El Aparapita, inaugurado el 1 de abril de 2012, tiene una finalidad principal: que los artistas no tengan que hacer ningún tipo de trámite burocrático para mostrar allí sus creaciones. “Basta con una llamada y tras coordinar fechas, les cedo estos espacios para que monten sus exposiciones”, dice el director.
El museo funciona en el domicilio de Blanco y abre sus puertas de 12:00 a 14:30 de lunes a sábado y el ingreso es gratuito.
En la misma infraestructura, el gestor cultural tiene además un restaurante cuyas paredes están llenas de retratos de escritores y artistas contemporáneos (Luis Rico, Lupe Cajías...) cuyos datos básicos se contemplan en un pequeño cartel.
En el salón principal del museo hay un similar despliegue, esta vez con fotografías de insignes personalidades de la historia de la cultura boliviana, como Adela Zamudio y Franz Tamayo.
Además de las colecciones fotográficas, otra oferta permanente de este repositorio es una serie de publicaciones de prensa e imágenes que resaltan la figura del tradicional personaje paceño del que toma su nombre.
Para complementar la función social, Blanco diseñó su espacio cultural a modo de un centro social, y por el momento tiene un comedor popular, cuyos ingresos se destinan a financiar la galería y la editorial El Aparapita, que imprime y difunde libros de arte, cultura e historia.
El lugar ofrece almuerzo todos los días por un precio de ocho bolivianos.
Un personaje mítico
Sobre el aparapita, un personaje que surgió a medida que avanzó el siglo XX, y se fueron creando las grandes urbes, se puede decir mucho.
Básicamente, es el cargador, inmigrante indígena o campesino que ofrece sus servicios en los mercados; pero en el trasfondo -señala Blanco, remitiéndose a reflexiones de escritores y pensadores- es un hombre libre, que no necesita ni ambiciona más bienes materiales que las herramientas de trabajo. Utiliza una soga de cuero de oveja o de llama que lleva alrededor de su cintura.
Una manta dispuesta alrededor de su cintura le ayuda a relajar el dolor que le causan las pesadas cargas que mueve cada día. La gorra que lo cubre del sol y las abarcas terminan de marcar la apariencia de este hombre, cuyos “mejores aliados” son la coca, la lejía y el alcohol.
Según el escritor Jaime Saenz, este personaje prefiere el alcohol a la comida y suele esconderse de las personas, colocando su rostro contra la pared.
Ana Chambi visitó por primera vez este museo. “No sabía que existía un centro dedicado al aparapita. Hoy es mi primera visita a esta galería y, la verdad, me sorprendió que escritores y personalidades le hayan dedicado tantos escritos a los cargadores”, afirma.
Por su naturaleza, características y objetivos, el museo El Aparapita marca un quiebre con los tradicionales repositorios que se encuentran en la ciudad.
Por su innegable aporte al desarrollo e incentivo del arte y las expresiones culturales, los vecinos de la zona de San Antonio Bajo están agradecidos y orgullosos de contar con este espacio.
“Es diferente y se adecúa a la gente; antes, si queríamos visitar algo similar, debíamos ir al centro. Ahora tenemos este espacio propio que nos distingue de otros barrios”, dice Jazmín Calle, que vive a pocas cuadras.
El aparapita de La Paz
Y con su profesión se defiende él, y de eso no sale, es independiente. Solamente trabaja cuando le da la gana y, con tal que haya reunido la plata para el aguardiente y la coca, lo demás no le importa. Se queda, repantigado sobre una pared, hecho un príncipe, a su lado el rollo de soga y el manteo, sus únicos bienes, y mira la vida desde muy lejos, masca y masca la coca. Él no es de los que paga impuestos; ignora olímpicamente los sindicatos, no es un ciudadano, pero es dueño de hacer y deshacer de su persona.
No puede haber persona con mayor sentido del humor. Él no se ríe, sino que se pone serio mientras que alguien se encarga de reírse por él, o sea él mismo, quien lo hace para darse cuenta de que se ríe de nada.
Pero él es el aparapita, eso es lo que pasa y con eso está dicho todo. He aquí un hombre con una rectitud ejemplar. Es veraz, él no miente, es profundamente religioso. Es caritativo por naturaleza, bueno como el pan. Es incapaz de robar una paja. Muere con orgullo antes que pedir una limosna.
(Fragmento de El Aparapita de La Paz, de Jorge Saenz
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