lunes, 11 de septiembre de 2017
Cocinando con Elisa, ni una gota de sangre por demás
Cuando puedes salir de ver una obra de teatro y pensar no en la puesta en escena, no en las elecciones del director, no en el sonido y en los aspectos técnicos, no en las actuaciones, cuando puedes olvidar que lo que viste es un conjunto de elementos puestos en escena con artesanía y después de los aplausos te queda solo una imagen, un sentimiento que no aciertas a definir, una pregunta, un silencio poblado, es entonces que sabes que has visto una obra de arte.
Cocinando con Elisa es la nueva obra de teatro llevada a escena por Teatro Fuego bajo la dirección de Toto Torres y con las actuaciones (por cierto, impecables) de Marta Monzón y Francia Oblitas. La pieza fue escrita por la dramaturga argentina Lucía Laragione y estrenada en 1993. Desde que la vi el sábado anterior (está actualmente en temporada en el teatro El Desnivel), las múltiples lecturas de la obra me sorprenden en los momentos más inverosímiles. Estoy en el minibús y de golpe entiendo que ese mundo femenino de la cocina en el que transcurre la historia entera es como un submundo sangriento en el que se hace lo que sea necesario para que el mundo de arriba funcione; retorcer pescuezos de aves aterradas, desangrar conejos colgados de las vigas, extraer entrañas, desplumar, desollar, hervir vivos animales histéricos, limpiar sangre, limpiar restos de vísceras escurridizas y cazar ratas traicioneras. El fluido funcionar del mundo de Madame y Monsieur depende de las cosas indecibles que suceden en la cocina. Así, la contradicción entre los nombres finos y delicados de los platos con las acciones macabras que son necesarias para su realización es una constante, y genera una tensión que va creciendo a lo largo de la obra hasta el instante final.
Y sin embargo, la cocina es solo el epicentro, el lugar en que se cristaliza el mundo entero. Así, en la mente del espectador donde se completa la obra, la violencia que sucede en la cocina irradia hacia el exterior y resuena como violencia política, violencia de género, violencia. Torres elige dirigir la mirada del espectador sobre la violencia política y entonces un par de imágenes son suficientes para intuir que también en la política hay un lugar en el cual se hace lo que se tiene que hacer para que el mundo de arriba funcione, ya sea torturar, golpear, sofocar o extinguir. Y funciona. Los poderosos hacen brindis con vasos de champagne mientras, abajo, alguien limpia la sangre; hincan el diente en una pierna de pollo mientras, abajo, alguien se tapa los oídos para no escuchar los gritos de un animal en el matadero.
Se trata de un texto preciso como un reloj, llevado a escena con maestría. Marta Monzón logra encarnar a Nicole, un personaje detestable pero de una manera tan lúdica que se la disfruta, como esos personajes que uno odia amar. Es en ella que cae la crueldad y el humor y logra conjugar esos matices de manera que parece sin esfuerzo.
En el texto no hay una palabra de más, ni una gota de sangre fuera de lugar. Pero es tal la precisión, y el trabajo de las actrices es tan envolvente, que no te das cuenta de que todo estaba calculado, cada palabra, cada mirada, hasta que Nicole sale por la izquierda con una canasta en las manos y la luz se desvanece por última vez. Es entonces, de golpe, que comprendes la obra, la repasas en tu cabeza y se te queda, dejando caer sus capas, revelando sus matices hasta varios días después.
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