lunes, 22 de mayo de 2017
La OSN cierra el jueves el ciclo de las sinfonías de Beethoven con la ‘Novena
La música de Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 -Viena, 1827) resuena a través de siglos y culturas con clamores que nos hablan del arte para todos y de que la música, a pesar de ser compleja, cuando es auténtica, perdura y no solo eso, conmueve. Suenan a pesar de los recortes presupuestarios para la cultura, de las concepciones utilitarias y elitistas del arte; y claro, de la ignorancia. Un pequeño ejemplo: ¿Qué pasó durante y después de los regímenes Reagan y la Dama de Hierro en Inglaterra? Las escuelas públicas tenían orquestas y los alumnos tocaban instrumentos sinfónicos. Eso fue quebrado y la globalización desde entonces ha forjado generaciones pragmáticas de oyentes y dirigentes que hoy en día se alejan del arte.
No es posible: nos han hecho creer que la música clásica, el arte abstracto y la literatura son artículos suntuarios para elegidos. Que en las escuelas quedan bandas —con el horroroso término “de guerra” cuando son incompletas— y no orquestas; y qué diferencia de sensibilidad se forja escuchando solamente bandas. Y a pesar de ello, está esa necesidad humana por el arte, que Beethoven supo comprender. Y claro, las orquestas sinfónicas siguen subexistiendo en todas partes del mundo, y no solamente acompañando rockstars, sino tocando las tres bes, y algunas emes, y otras haches también: Bruckner, Beethoven, Bramhs, Haydn, Mahler. Y por supuesto miles de anónimos compositores locales. Siempre al borde del colapso por la falta de apoyo gubernamental, como nuestra Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), que no obstante se las arregla para tocar el ciclo completo de las sinfonías de Beethoven, actividad que ciertamente viene ocurriendo hace más de un siglo en todo el mundo.
Escritos. Un fragmento de la partitura la ‘Novena Sinfonía’ retocada y dirigida por Gustav Mahler. Foto: pinterest.com
Beethoven nos dejó un mensaje imperecedero aquella noche del 22 de diciembre de 1808. Fue un invierno de aquellos (si no tenías calefacción, olvídate), imaginemos estar en el mítico Theater an der Wien —el lugar en el que Mozart estrenó La flauta mágica— con 2.800 personas expectantes (imaginemos: nuestro Teatro Municipal cabría enterito ahí dentro). ¿Qué pasó?, un músico dijo adiós a su carrera como concertista a causa de su sordera. Beethoven interpretó aquella noche nada menos que cuatro horas de sus más recientes creaciones; ojo, en un teatro considerado como popular. Fue sin duda alguna un acontecimiento magnífico: el Cuarto concierto para piano, La quinta, bendecida luego por el Sanctus de la misa en do mayor, La sexta, y para rematar: La Fantasía Coral (para piano, orquesta y coro). La gente aguantó semejante festín sonoro.
La música —y no solamente “la popular”— es para todos, nos sigue susurrando el sordo de Bonn; quien en este mismo teatro se atrevió a estrenar, para el pueblo y no la aristocracia, su monumental Tercera, el Tercer concierto para piano y Leonora. No creo que el público de aquellos conciertos estuviera formado en apreciación musical y menos en análisis formal y armónico. Beethoven no produjo música fácil, sencillamente creó para su audiencia un pensamiento musical auténtico. Pensamiento basado en el concepto de un tema que engloba varias ideas musicales que unifican toda la obra sobre la base de sus transformaciones y que, además, genera incluso los contrastes necesarios para renovar la percepción de la estructura musical.
Una página del manuscrito de la primera página del IV movimiento de la ‘Novena’. Foto: pinterest.com
Durante este tiempo que se extendió por casi 20 años el compositor estuvo gestando su Novena hasta que un año antes de que Bolivia naciese como república, el 7 de mayo de 1824, ya avejentado, la estrenó en otro escenario imponente: el Kärntnertortheater de Viena, con un aforo de 2.400 butacas. Lleno total. Otra vez los esquemas saltaron por los aires: era inconcebible que una sinfonía durara más de una hora y para colmo concluyera con coro mixto y cuatro solistas vocales.
El malhumorado Beethoven volvía a un teatro después de una ausencia de ocho años para dirigir la obra. El concertino de la orquesta Michael Umlauf se hizo cargo advirtiendo a los músicos que no siguieran al maestro. Las dificultades técnicas fueron enormes, la orquesta del Kärntnertortheater tuvo que ser reforzada y fue necesario un coro de 90 personas para lograr un balance adecuado. Los ensayos —y ¿cuándo no?— fueron insuficientes y cuenta la crítica de la época que los solistas al no poder cantar sus partes se callaban, que no sonaban matices, que los músicos eran débiles... Al final nada de eso importó. La contralto solista Carolyn Unger tocó el hombro del maestro, lo giró tiernamente y le mostró el sostenido y atronador aplauso del público fascinado.
Desde entonces la obra fue el centro de la polémica. Verdi dijo después: “Todo iba bien hasta el cuarto movimiento”; Wagner y Mahler consideraban insuficiente la orquestación original y sin dudarlo aumentaron instrumentos y notas. No es un oratorio, no es una misa, no es una cantata ni una ópera, es una estructura sinfónica autónoma, altamente unitaria y además de ser buena música es un manifiesto por la igualdad y hermandad de los hombres: “Alle Menschen werden Brüder” (todos los hombres serán hermanos) dice el famoso verso del poema de Schiller Oda a la Alegría que se escucha en el IV movimiento. Ideal insoslayable para un Beethoven que fue testigo del siglo XIX, una época turbulenta, de ideas libertarias, de revoluciones, de atrocidades de la guerra, de incomprensión y de infranqueables diferencias entre clases sociales.
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