El concierto de Laredo y Lorenzo estaba progra-mado para las 20:00. Minutos antes, un nutrido grupo de asistentes se agolpaba ante las gradas de acceso a la sala. La gente acalorada se procuraba algún aire refrescante con un improvisado baquitú de papel. La puerta se abrió 20 minutos después de las 20:00, ante los aplausos y silbidos con que la incó-moda concurrencia hacía notar su fastidio.
Esa puerta tiene medio metro de ancho y permitir el acceso de tanta gente apurada por ahí, resultaba tarea más bien complicada.
La dama “colaboradora”, según sus palabras, que estaba a cargo del ingreso no atinaba a hacer nada, hasta que un astuto joven notó que la segunda hoja de la puerta, que no se abría, estaba atada con un alambre que él mismo procedió a quitar para facilitar el flujo de los asistentes al concierto gratuito.
Una vez todos en sus asientos, el acto tardó todavía varios minutos más en iniciarse. Con la música en progreso y durante todo el concierto, la gente, sin control alguno, entraba y salía por las tres puertas de la sala: la principal y las dos laterales. Alguno de los movedizos lo hizo varias veces, sorteando rodillas y pisando uno que otro pie. Los poco pulcros hombres de la prensa, circulaban por la sala disparando sus flashes a discreción. Uno de ellos, no dudó en orientar sus deslumbrantes descargas hacia el público, seguramente por encargo de algún connotado asistente. El viento cruceño no quiso faltar a la cita y sumando con especial violencia su papel conspirador, golpeaba las puertas que nadie aseguró.
El único personal de la Casa presente, pero ajeno a los acontecimientos, era el de servicio, que no tiene autoridad ni criterio para imponer algún orden.
La posibilidad de concentrarse en la sutil música que venía del escenario para gratificar el espíritu, quedó casi sepultada en esta montaña de incidentes. Es peculiar la forma en que hacemos las cosas por acá. Sucede con matices a favor unas veces y en contra otras. Sin dudas, es ya un estilo propio.
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