domingo, 8 de mayo de 2011

Instituto Laredo

Un modelo para despertar la creatividadAristóteles decía que la finalidad del ser humano es ser feliz; entonces, estamos aquí para ser felices”, concluye Franklin Anaya Giorgis, mientras observa desde la ventana de su oficina a los niños y niñas que juegan bulliciosamente en el patio del instituto Eduardo Laredo, al que dirige hace cinco años.

Se queda callado, con la mirada perdida en algún punto del exterior. Entonces habla y se refiere al ideólogo y fundador del instituto, su abuelo Franklin Anaya Arze, que en la década de los 60 decidió caminar por las calles de Cochabamba, por las escuelas de la ciudad, buscando a niños talentosos, profesores e intelectuales de aquella época, para hacer realidad su tan anhelado sueño: aportar a construir un ser humano nuevo. Cuentan que en el proceso de selección, Anaya Arce les decía a los niños que buscaba astronautas con un oído finísimo para ir a la Luna.

Logró así reunir a 60 estudiantes, con los que dio inicio, en 1961, a su proyecto pedagógico. En la calle Sucre casi esquina 16 de Julio, la Alcaldía cochabambina cedió unos predios para que se materialice este sueño. No era ni más ni menos que el garaje de los carros basureros de la municipalidad. “Para nosotros eran caballos alados, dragones, el lugar era un castillo con cosas mágicas”, recuerda Judith Carmona, ex alumna y actual profesora.

El ejemplo del director

Con el maletín en un brazo y la pipa humeante en la mano, don Franklin llegaba al colegio todas las mañanas, dispuesto a impartir sus conocimientos a los alumnos, los pequeñitos de pantalón corto, y a servir de la guía pedagógica a sus profesores. Gente comprometida todos éstos, que durante tres años trabajaron ad honorem, como Blanquita Carmona, Justi Cortez, Ronald Martínez, Marta Laredo, Lila Arzabe de Irigoyen y Margarita Almaraz (hermana de Sergio Almaraz).

En una especie de galpón, que se utilizaba como taller mecánico para la reparación de los carros de basura, se construyó el teatro del colegio. En él, cada día ensayaba bajo la batuta del maestro el renombrado Coro de los Valles, la propuesta artística-cultural que surgió de aquellos primeros años.

Tuvieron que pasar 15 años para que la Alcaldía asigne nuevos predios y el colegio se traslade al local donde funciona actualmente, en la Av. Ramón Rivero. Al llegar a este lugar, llama la atención, que la puerta de entrada se encuentre totalmente abierta, expresando la libertad de acción que los estudiantes poseen en este establecimiento. De arquitectura sencilla, la Secretaría y la Dirección se encuentran a pocos pasos de la entrada. El ala derecha están las primeras aulas construidas en un solo piso. En el centro de todo el colegio, el monumento en honor a su fundador y, detrás, los patios y el teatro que actualmente está en refacción. Un verde parque colinda con el instituto, lo que lo embellece aún más.

En la mañana, es un colegio que podría llamarse “normal”, donde jóvenes y niños reciben la formación en todo aquello que la malla curricular tradicional exige. Pero esa “normalidad” la quisieran muchos otros estudiantes del país.

El día de la visita, los niños de tercero de primaria se alistaban para empezar con la clase de Educación Física. El director se acercó a saludarlos y a preguntarles si podían posar para una fotografía junto a él. Sin respuesta verbal alguna, los pequeñines arremeten contra el gigante de un metro ochenta para abrazarlo en una irreverente explosión de cariño, en la que por un momento la figura del director vuelve a aparecer en medio de los rostros de entusiastas y sonrientes criaturas.

En la oficina de la Dirección destacan las fotografías históricas y una gran bandera tricolor que tiene bordado al centro el número 50, simbolizando los años de trayectoria que el 2010 celebró el Laredo. Después de servir el primer café de la mañana, Anaya afirma que solamente ha habido dos propuestas bolivianas en pedagogía: Warisata, la educación indígena en los años 30, importante para su época, y el instituto Eduardo Laredo en los años 60, con una pedagogía que contrasta enormemente con la tradicional que tiene por lógica la formación del ser humano en función de sus capacidades o facultades racionales.

Razón y emociones

“En los años 60 rompíamos con ese esquema al decir que la educación no es solamente racional, que la educación implica todas las potencialidades humanas y una de las más grandes es la dimensión de las emociones. Entonces, canalizamos las emociones y las razones a través del arte, las ciencias humanas y tecnológicas, y combinamos mallas curriculares con nuestros contenidos. Hoy creemos que nuestros estudiantes tienen una formación completa, con la que se les enseña a pensar, pero también a sentir, se les enseña que sus emociones no pueden estar en desacuerdo con su razones”, argumenta Anaya.

Todos los días, a partir de las 15.00, se produce lo mágico, lo que constituye la diferencia “del Laredo” —como llaman los estudiantes a su colegio. A una cuadra ya pueden oírse los sonidos de violines, instrumentos de gran amplitud sonora. Adentro, estos sonidos se confunden con el bullicio de las voces de padres, profesores, ex alumnos y estudiantes que caminan, conversan y ensayan.

Cualquier rincón del colegio sirve para practicar un poco antes de entrar a la clase, afinar algún detalle, mejorar el sonido, perfeccionar la frase complicada, ensayar la dinámica. Con guitarra en mano, o con el contrabajo en la espalda, los estudiantes van en busca de su guía musical. En algunos casos, el instrumento es más grande que el ejecutante, pero en música se sabe que lo importante es una buena técnica.

Existen las prácticas individuales, como también las orquestales. La banda y la orquesta sinfónica ensayan el nuevo repertorio para las presentaciones que se avecinan. La tarde de visita de Escape, no se encontraba la sección de danza, cuyos integrantes tenían presentaciones toda la semana, así que ensayaban en el Teatro Achá. Por la noche tocaba el turno a la danza moderna y al día siguiente todo culminaría con la danza folklórica, que en pocos días más estará en México para realizar presentaciones en diferentes ciudades del país del norte.

Hay que tomar en cuenta el contexto en que fue creado el instituto, pide Anaya, haciendo referencia a que cuando se dio, había pasado casi una década de la Revolución de 1952 y muchos fueron los cambios a nivel cultural en el país. Franklin Anaya Arce asumía, pues, como una responsabilidad el crear un nuevo proyecto pedagógico del que debía surgir un ser humano diferente, el hombre que proseguiría con ese proceso revolucionario.

“En temas genéricos, los colegios eran panópticos, era obligatorio vestirse de una manera, acostumbrarse al timbre tipo fábrica, a cortarse el cabello de una manera y pensar de una forma; el alumno se acostumbra a todo esto”, dice Anaya, que afirma que aún hoy hay colegios que tienen la infraestructura parecida a la de una cárcel. Que sus principios son los de vigilar y castigar, que entre curso y curso hay una ventanita por la cual el profesor puede vigilar lo que hacen los estudiantes. “El alumno se forma así con unos ojos sobre la nuca durante toda su vida”.

En el caso de esta obra cochabambina, a medida que uno avanza en su proceso de formación, el tiempo cotidiano en el colegio se va alargando. Los jóvenes de secundaria tienen tres turnos que pueden durar hasta la noche, estudian en la biblioteca y hacen sus tareas. “El estudiante del Laredo está todo el día en el colegio, por lo tanto llega a descansar a su casa, no tiene tiempo para excederse ante, por ejemplo, el televisor”. Pasa muchas veces que el portero del colegio debe decirles a los chicos que ya es tarde y que deben ir a sus casas.

Así que un alumno puede tener dos turnos y hasta tres, de manera que “los lazos que se forman con ellos son muy grandes, estamos muy unidos, nos conocemos bien, por tanto realmente podemos hacer un seguimiento”. La experiencia de tantos años de trayectoria muestra el cariño que los ex alumnos tienen al colegio, con el que mantienen el nexo al unirse a los actuales alumnos en la orquesta sinfónica, el coro y otras experiencias artísticas.

En el instituto Eduardo Laredo, la actividad escolar empieza en tercero de primaria. Cada año se realiza un proceso de selección entre los estudiantes de segundo de primaria de las escuelas públicas de la ciudad de Cochabamba. Los profesores, provistos de una flauta traversa, efectúan una pequeña prueba rítmico-melódica y envían una carta de invitación a los padres de quienes demuestran tener oído y ritmo. Asimismo, se publica la convocatoria en la prensa para los interesados en probarse y que son de colegios particulares.

Logísticamente es imposible cubrir a todos los que responden. Cada año, entre 200 y 300 niños dan el examen de ingreso, pero sólo se puede recibir a 60. El colegio tiene 470 estudiantes ahora.

El Instituto Laredo es un colegio fiscal, depende del Servicio Departamental de Educación (Seduca), sin embargo, recibe un aporte de los padres para sostener la obra. En el caso de alumnos que provienen de establecimientos particulares, se cobra 210 bolivianos, mientras que los de fiscales pagan 150. El dinero es utilizado para diferentes gastos administrativos, y el 20 por ciento es destinado a los sueldos de los profesores de la sección artes.

Hasta finales de la década del 90, el instituto Eduardo Laredo no contaba con una orquesta sinfónica. Mediante un convenio que el colegio sostenía con la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviética (URSS), muchos de los bachilleres continuaron sus estudios en dicho país, con el compromiso de que a su retorno iban a compartir lo aprendido, como hicieron efectivamente, con los noveles estudiantes. Del grupo de becarios, Anaya destaca a Miguel Salazar (violoncello) Eduardo Rodríguez (violín) y Augusto Guzmán —conocido como Mago y que actualmente dirige la orquesta. Asimismo, Eduardo Paredes, quien a la edad de 12 años, al igual que muchos de los niños que estudian en la actualidad, ensayaba en el patio o en algún rincón del colegio, asombrando a propios y extraños con su interpretación de los estudios del famoso violinista italiano Niccolo Paganini. Por su gran talento fue becado para continuar estudios en Holanda, donde radica hasta hoy.

UN PATRIMONIO CULTURAL

La obra rinde homenaje al filósofo, pedagogo y arquitecto cochabambino, Eduardo Laredo Quiroga. Este hombre, que obtuvo el bachillerato en Artes, en la década del 20, optó por migrar, tras la Guerra del Chaco, a los EEUU. Lo hizo pese al amor a su tierra, obligado por el talento descubierto en su hijo Jaime, el menor de tres que tuvo, y que hoy es un virtuoso del violín.

Eduardo Laredo volvió al país a fines de los 50 y se dedicó a enseñar danza y pintura a jóvenes cochabambinos. Fue un ejemplo de amor a las artes y del sacrificio con tal de apoyar el talento de un niño.

El proyecto pedagógico que lleva su nombre ha sido reconocido por ley como Patrimonio Cultural de la Nación.
El sentido del modelo educativo se puede resumir en una frase del fundador Franklin Anaya Arze: “En el Eduardo Laredo no se busca el orden del cuartel, sino la armonía de la orquesta”.

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