En el austero Museo Tambo Quirquincho volvimos a respirar los aromas de pintura, tinta y viruta, todo, transformado en arte. Allí está la muestra retrospectiva del maestro Fausto Aoiz Vilaseca, quien vino al mundo a palpitar sus ideas a más de 4.000 metros de altitud, en la histórica e inagotable Potosí, un 19 de noviembre de 1908, y estuvo entre nosotros hasta el año 1994, cuando se fue el hombre, pero quedó el artista.
En una noche de invierno conocí al escultor, en un salón iluminado por el resplandor de las obras en exhibición. Cielo y Tierra, una pieza cautivante dada la delicadeza de las líneas: una dirigida al infinito, la otra firmemente estacionada en el pedestal. ¡Cuánta simbología en la madera! Ahora que volví a valorar esta obra, concluí en que, si el maestro Aoiz siguió el trazo de lo intangible, entre nosotros quedó lo tangible de su arte, que no es otra cosa que el mismo artista. Cada pieza emite sus mensajes: el sonriente Pepino del Carnaval paceño, el bufón andino llamado Kusillo. Ambas imágenes artísticas rescatan el espíritu risueño del autor, evocado desde el destello de los recuerdos retoñados en el reencuentro con sus obras.
Allí está otra de sus grandes obras: Viento. Es el aire que impulsa las ideas, la brisa que conmueve, el aura que enternece. Es un todo sintetizado en la armonía cósmica interior que Aoiz puso en cada milímetro modelado, donde no cabe el silencio, tampoco la quietud, pues a pocos pasos parece escucharse las pisadas de un Huanaco saltando. Todo se ambienta en el mundo creativo del artista: su pueblo, su gente, su fauna y, por supuesto, sus niños, como aquel Niño aymara, quieto y callado, sólo en la forma que le destinó el artífice de la escultura.
Quien visite esta sala, sólo encontrará una resumida muestra de la gigantesca producción de Aoiz, conservada en otros museos de Bolivia, en colecciones privadas o en instituciones nacionales e internacionales. Por ahí están los paneles, los tallados, los trabajos logrados en bajo relieve, como aquella célebre Última cena, elevada en hogar creyente.
Piedras. Cuando las manos de Aoiz trabajaron en las piedras, todas tomaron formas humanas con imágenes expresivas: torso de mujer, delicadeza de las curvas femeninas logradas a punta de cincel y martillo. También el buril diseñó cabezas de hombres y mujeres cuyos rostros reflejan la inquietud de alcanzar que lo inerte cobre expresión de vida. El estadounidense Kennedy refleja la habilidad en el manejo de la gubia y el martillo, como se repite en esa aparente quietud de Kusillo tallado en piedra.
Así como en la primera sala visitada, donde cada obra tiene el volumen exacto, en otra, encontramos los trazos simples de las acuarelas. Paisajes bolivianos, tantas veces llevados al papel por creadores de luz, impulsados por la belleza del entorno. Aquí, el artista potosino pone a juicio de espectadores el Lago Titicaca y todo el esplendor cautivante que fue rescatado por pintores, músicos y poetas, quienes cantaron al azul de sus aguas en días de invierno, como también transmitieron desde sus lienzos, el rumor de olas tranquilas, de golpes de remo y hasta el vuelo coordinado de aves acuáticas. Aoiz fijó sus pinceles, sus lápices y tizas, para darle un poético acercamiento a lo que, de hecho, es un paisaje lírico.
La leyenda del Manchay Puyto encierra en el tenue colorido de la pintura, un acercamiento al ancestro del hombre, como una búsqueda a creencias míticas perdidas en el tiempo. Aquí hay resonancias hechas arpegios, también voces de melancólico acento, logros del arte en la finura de los trazos entregados a la creatividad de algo aceptado, sin ser conocido.
En otros trabajos está el sentimiento mayor del pintor. Iglesia de Caquiaviri en la acuarela del maestro. Un templo de fe elevado en el candor de un paraje encantador, mueve a los espíritus sensibles a dibujar en el rostro una sonrisa impregnada de ternura. Sombreado por coposos árboles, acariciado por la brisa que levanta el polvo de un camino de recuas y una torre que llama al reencuentro con la piedad y con la fe cristiana, a los pobladores de sencilla existencia.
Tampoco el óleo le fue ajeno. Varios cuadros muestran el nivel de su arte, pues en cada trazo está el talento que manejó la mano, la luminosidad de su mirada frente al caballete y la meditación selectiva de los temas, figuras y atracciones personales, como Voladores de Killi Killi, en un retorno a la niñez prendida del hilo que sujeta al cometa de papel impulsado por el viento. Los niños fueron por mucho tiempo fuente inspiradora de sus obras. Son los niños juguetones, los risueños bullangueros o los retraídos, quienes fueron enmarcados en sus cuadros. El cromatismo de los trajes vistosos o el atractivo color de los ojos y los rostros, dieron por logrados los retratos que se multiplicaron en una suerte de laboratorio de creaciones plásticas.
Dibujos. Encontramos en los Estudios de faenas en el lago, la mayor referencia de cómo trabajó este artista, inmerso a una actividad que refleja, precisamente, su capacidad creativa. En cada detalle se observa la finura del tratamiento a fin de encontrar una amplia armonía en el cuadro terminado.
También cabe una referencia a los grabados. Planchas metálicas o grafito dieron por resultado obras admiradas en su momento y coleccionadas hasta el presente. De esta manera se completa la minimuestra del consagrado artista potosino en el Tambo Quirquincho.
Dado el homenaje a Fausto Aoiz Vilaseca, cabe mencionar la exhibición de algunas fotografías que resumen una existencia fructífera. Sus padres, la esposa y la hija. También está el soldado Aoiz, combatiente en la Guerra del Chaco. Se suman la referencia de su carrera artística emprendida bajo la orientación del maestro Cecilio Guzmán de Rojas. Evocación de la Escuela Ayllu de Warisata junto a Elizardo Pérez y Avelino Siñani, completándose la presentación documental con las distinciones recibidas, en las que destaca la condecoración del Cóndor de los Andes, el premio Pedro Domingo Murillo y, finalmente, el sello postal que perpetúa su ejemplar imagen.
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