La ciencia define a la herencia genética como el proceso por el cual se transmiten, de generación en generación, las características fisiológicas, morfológicas y bioquímicas de los seres vivos. En otras palabras es un cóctel ‘mágico’ que se activa dando vida a un nuevo ser, con apariencia y personalidad independiente pero con algunos componentes de sus ancestros. Existen familias que heredan facciones físicas pero en otras esta mezcla llega a heredar inclinaciones profesionales.
Hoy, en homenaje al Día del Artista Plástico, que se celebra el 18 de octubre, se presenta a tres familias que están íntimamente unidas por el amor al arte y su trabajo. Ellos son las familias Antezana, Salvatierra y Bascopé.
Entre pinceladas y recuerdos
El linaje de la familia Antezana se inició con Gíldaro, uno de los artistas bolivianos que es considerado como protagonista del arte durante la segunda mitad del siglo pasado.
Gíldaro nació en Cochabamba en 1938 y siempre se sintió atraído por el arte; por ello, durante su proceso de formación logró descollar del resto de los artistas por su desenvolvimiento natural al realizar trabajos en óleo, acuarela y dibujo.
A sus 20 años contrajo nupcias con Carmen Rosa Revollo con quien tuvo ocho hijos: Darío, Marcelo, Víctor Hugo, Lilia, Sonia, Ximena, Saúl Gíldaro y Milena. Una amplia descendencia que pronto comenzaría a seguir una vida individual, debido al repentino fallecimiento de su padre en un accidente carretero en 1976.
De los ocho hijos solo los cuatro varones se dedicaron a la profesión de su padre y a la fecha solo Darío y Víctor Hugo siguen la carrera, ya que los otros dos fallecieron.
Darío Antezana Revollo, de 56 años, es el primogénito y también el único hijo que tuvo la posibilidad de interactuar con el arte de su padre y durante esos años pudo aprender directamente de él. “Yo empecé a pintar a los 10 años y mi maestro siempre fue Gíldaro. Debido a esa cercanía es que pude apasionarme por el arte; al final de la jornada siempre seguía los consejos de mi papá”, asegura.
Otra fue la realidad que vivió Víctor Hugo, de 52 años, quien se vio huérfano aun más joven que su hermano mayor. “No tuve la suerte de aprender directamente de mi padre, pero me pasaba horas y horas analizando los trazos y pinceladas que él realizó en sus obras. No fue un maestro en vida pero siempre me guió”, asegura Víctor Hugo.
Ambos artistas plásticos son reconocidos a nivel nacional e internacional. Ahora ya un poco alejados de la obra de su padre. Cada uno de ellos adoptó una técnica diferente, pues mientras Darío cultiva la obra realista, aquella que está en el entorno, Víctor Hugo abrazaba el paisajismo y prefería el embrujo del campo para plasmar sus obras.
Aunque en edad ambos casi iniciaron su actividad laboral a los 17 años, impulsados por las necesidades familiares, con los años ambos lograron forjar un nombre representativo en el ámbito artístico individualmente. Cuentan con varios premios y galardones, además de exposiciones nacionales e internacionales. Ambos se casaron y formaron sus hogares, con la llegada de dos hijos cada uno.
“No sabemos aun cuál de ellos se dedicará a la actividad artística; pero de seguro habrá otro Antezana que siga la herencia familiar”, dice Víctor Hugo.
Los hermanos Antezana Revollo viven de su arte y entre sonrisas de complicidad ambos aseguran que el arte fluye por sus venas es la mejor herencia recibida.
El autorretrato del artista
Otra familia representativa del medio artístico es Salvatierra, iniciado por Ruperto y seguido por su hija Escarlet.
Ruperto Salvatierra Lazarte afirma que su arte también es una herencia, puesto que su abuelo, Manuel Lazarte, ya se dedicaba a pintar los murales en las paredes de adobe con alquitrán y otros pigmentos. Esta puede ser la razón por la cual él comenzó a explorar el mundo artístico a muy corta edad, cuando jugando con el barro comenzó a crear sus primeros trabajos y luego pasó al papel.
“De niño ya caminaba con mis hojas bajo el brazo, cualquier inspiración me servía para comenzar a trazar nuevas creaciones”, afirma Ruperto. Su madre doña Leonor Lazarte Caballero fue una de las figuras más importantes de su vida y además su principal crítica, puesto que ella innatamente conocía los secretos sutiles del arte.
Luego de un periodo de estudio en la Escuela de Artes Plásticas Raúl G. Prada adquirió nuevas herramientas para despuntar en su carrera. “Mi primera exposición fue colectiva, pero luego ya eran individuales”, recuerda Salvatierra. Durante esos años recibió innumerables premios, entre ellos: el Segundo Premio en acuarela del Salón Municipal en 1972; el Primer Premio en Dibujo del Salón Municipal 1984; el Segundo Premio en Dibujo del Salón Municipal 1974; y otros más que engruesan el currículo artístico y que lo llevaron a crecer fuera de las fronteras nacionales.
Pero no todo fue trabajo, también llegó el amor y la paternidad. Combinó los pinceles con la crianza de sus cuatro hijos: Escarlet, Cinthia, Pablo y Daniel; con el paso del tiempo su primogénita también fue acariciada por el arte y comenzó a hacer sus primeros trazos.
“Mi papá me enseñó desde lo básico, aunque sin darse cuenta, puesto que yo le ayudaba a tesar los lienzos y prepararlos para pintarlos. Creo que ahí surgió mi vocación” asegura Salvatierra Rocha. Ella también se formó en la Escuela de Artes Plásticas Raúl G. Prada, a los 22 años.
Su vida, al igual que la de su padre, estuvo marcada por los autorretratos puesto que ésta era una de las maneras que tenía su padre para agarrar la destreza del dibujo y luego ingresar al óleo. “Mi papá me dijo que debía practicar unos dos años en esta técnica y así lo hice; pero, al cabo de un año vio mi avance y comencé a trabajar en óleo”, asegura.
Muchos años pasaron y un cúmulo satisfacciones profesionales en medio. Actualmente ella realiza exposiciones a nivel nacional. Su trabajo le permite criar a sus dos hijos, los cuales ya están coqueteando con los pinceles y por ahí podrían ser los próximos Salvatierra.
Entre juegos y lienzos
Finalmente, y aunque no menos importante es la familia Bascopé, quien a la fecha cuenta con dos pintores de reconocida trayectoria, cada uno en su generación, pero detrás siguen dos promesas Matías Inti y Quilla.
Marcelo Joaquín Bascopé, oriundo de Oruro, vino a Cochabamba para estudiar una carrera profesional; pero muy dentro de su ser sabía que la pintura era lo suyo. En esta etapa de su vida intervino un golpe de destino ya que un día por casualidad descubrió la Escuela de Artes Plásticas Raúl G. Prada y se inscribió. Solo en su periodo de formación Bascopé fue acreedor a varios premios, situación que motivó el apoyo de su familia.
Ya graduado y aunque sin contar con un ingreso estable, Marcelo decidió apostar por su amor a la pintura y preparó su primera exposición.
“La venta de los primeros cuadros fue el impulso emocional que necesitaba para seguir y el dinero el capital de inversión para adquirir mejor material de trabajo”, comenta Marcelo Bascopé.
Marcelo afirma que su trabajo cuenta con identidad propia, en el cual resalta la simbología andina, además del uso de tonos especiales; paralelamente al trabajo, el amor también llegó a su vida y contrajo nupcias con Rocio Céspedes con quien tiene tres hijos, lamentablemente perdieron a su primogénita; pero la segunda, Wara, avivó el amor que se tenían y el deseo de pintar retornó con más fuerza.
Desde los primeros años, Wara estaba en contacto con la pintura y el arte. “Cada día la llevaba a mi trabajo de maestro de artes plásticas y le daba hojas para que ella pinte o garabatee y fue así que se convirtió en una pequeña pintora”, relata.
A los seis años su Wara comenzó a destacar y ganó un concurso de pintura infantil y ya el 2008 presentó su primera exposición el salón Mario Unzueta.
Desde entonces su nombre siempre se ha visto ligado entre las jóvenes promesas del arte local y nacional.
Wara tiene una agenda apretada de exposiciones a nivel nacional y su mirada está en el exterior, donde quiere demostrar la calidad de trabajo y ternura que imprime en su arte.
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