Ante la puerta de La Galerie es inevitable el cargarse de preguntas. ¿Qué tienen en común Érika Ewel y Alejandra Dorado? ¿Se influyen? ¿Se contraponen? Finalmente... ¿Qué hacen juntas? Al entrar, empiezan las respuestas. Un montaje casi familiar y un conjunto de obras que dialogan entre sí y hasta se prestan a la confusión de autoría, permiten la lectura de un mundo íntimo construido entre dos, donde juntas ganan fuerza sin perder individualidad.
La muestra está conformada por las piezas resultantes de un carteo cibernético entre ambas artistas, entre La Paz y Cochabamba. Cada semana, estas mujeres intercambiaron obra y textos para ir tejiendo sus respectivos mapas de vida, la historia de cada una.
El nivel de conexión al que llegaron es subjetivo y discutible. Sin embargo, ya desde el mismo montaje, los dos caminos trazados resultan interesantes: por un lado, está una serie de pequeñas piezas artesanales de collage y pintura, con ocasionales textos erráticos y evocadores que pueblan estos paisajes íntimos de cerros de escurridizo azulejo y mares de papel de regalo, con el toque final de la resina. La piel translúcida de Ewel.
Del otro, imágenes en formato grande, modificadas con photoshop, que no sólo evocan: reclaman, confrontan e increpan, también con aires de azulejo. Sobre las fotografías antiguas, muchas de familiares, surgen cuernos, plantas, cucarachas... La piel humorística y ácida de Dorado.
Los textos en el suelo —de pronto caóticos, a veces anecdóticos y muchos otros confesionales— no son precisamente una guía para hilar las obras que parecieron haber encontrado fácilmente su lugar. A momentos, los escritos fijados en el piso pueden aportar algo a la obra, pero en la mayoría de los casos resultan simplemente ornamentales. Su valor radica más en un registro del proceso creativo que como parte de las obras.
No hay un recorrido determinado, son más bien rincones de un mundo en que ambas artistas se funden, cada cual toma espacios y los llena con su discurso. A un lado está Ewel, con una cajita blanca en la que guarda la ausencia, aquellos dibujos que hizo “hace tiempo y que no ha podido encontrar” y que mientras más busca, “más se esconden”. Evocadora y sutil, Ewel recupera fotos de su abuelo y las convierte en paisajes internos, de transparencia.
Fotos antiguas, con Delgado se convierten en fuertes piezas de cuestionamiento. El montaje de una cabeza de chihuahua en un antiguo patriarca familiar, trae a colación la reescritura de la historia, la negación de lo impuesto, la carcajada hiriente para sanar las viejas heridas heredadas.
Ambas artistas son distintas. Basta mirar las piezas y ver que una vagina nunca será lo mismo para Dorado y Ewel. Cada cual la asume desde su discurso, sin concesiones a la crítica y con sinceridad. Y eso, se agradece.
Ewel siendo Ewel
Lucía Querejazu - historiadora del arte
La obra que expone Érika Ewel en Correspondencias responde a lo que uno espera de ella y a la vez no. Es siempre bueno verla, ver su obra, ver que siempre trabaja, que es aparentemente incansable en su búsqueda y su afán de existir como artista. Esta constancia deriva en la realización de una línea propia, un lenguaje logrado con tiempo y empeño que hoy dan frutos. Su obra es inconfundible y aún así sigue buscando, sigue viva.
Pero a diferencia de otros artistas, Ewel, al buscar una mejor forma, un mejor concepto, no sacrifica la esencia de sí en la obra. Esto va porque se ha vuelto normal ver muestras de artistas en constante búsqueda que, de tanto buscar, ya no saben ni qué encontraron ni qué querían en un principio. Eso deriva en obras con lugares comunes, bolivianizaciones de propuestas estéticas ajenas y un currículum hecho de parches que no hablan de una cabeza generadora, sino de una asimiladora. En la obra de Ewel no vemos eso, no hay derivas, hay búsquedas.
Sin embargo, el resultado no sorprende. No se nota una correspondencia con la obra de Alejandra Dorado y no tiene una particular capacidad de diálogo con el espectador. No se ve una evolución transformadora y trascendental.
Pero ¿por qué tendría que ser así? Tal vez la obra, sin el texto generador —que está expuesto en el piso de la galería, poco notoriamente— queda un poco suelta. Ese texto sin mayores pretensiones refleja el transcurso de un trabajo cotidiano, brindándonos elementos para mirar la obra. Las entradas diarias de Ewel en 20 días dirigen la mirada hacia dos temas o ramas que son el objeto de la reflexión de la artista: el paso del tiempo y el oficio de la pintura. Cómo no mirar de manera diferente las obras si uno sabe que su autora está madurando constantemente acerca del paso del tiempo, de quedarse sin él, de que dé el fruto tan reflexionado que responda a un caminar determinado.
De nuevo, no es necesario ni condicional que las nuevas propuestas de los artistas sean trascendentales y logren cambiar la forma en la que uno ve el arte. Cuando esto sucede es definitivamente genial, pero no es condición sine qua non. Creo determinante, al establecer la calidad de una muestra, ver un trabajo, una reflexión, un esfuerzo y una propuesta a manera de respuesta a este proceso interno. Eso sí es evidente en la obra de Ewel, y con constancia y consistencia que da gusto compartir. Ella tiene la capacidad de hacerse sentir como una persona normal, con inquietudes y cuestionamientos normales (aunque no lo sean) pero dotada de una habilidad particular para expresarlos. Aún así, espero de ella la obra que me haga verla de una forma completamente nueva, en la respuesta a sus inquietudes formales, en la desesperación de no ver nada, quiero verla responder a su observación de “cómo se forma la profundidad por grises nada más que grises”.
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