domingo, 30 de diciembre de 2018
Víctor Jiménez García sufrió los horrores de la Guerra del Chaco, pero halló la redención gracias al piano
La vida de miles de jóvenes soldados bolivianos quedó marcada para siempre en las candentes entrañas de la Guerra del Chaco (1932-1935). Algunos encontraron allí, entre sus camaradas, la familia que habían dejado atrás para ir a la contienda; para otros fue una vida de calamidades... Para el soldado Víctor Jiménez García fue una existencia de desgracias, lágrimas, lamentos, desdichas, pero también de privilegios, gracias a la música, como prisionero de guerra.
Ésta es una historia —tal como Víctor Jiménez relata en sus memorias del Chaco—, de momentos dramática y desgarradora, pero también un ejemplo de civismo y de defensa de la patria, llevándola en alto con su arte, desde su estancia en Asunción como prisionero de guerra, condición que inesperadamente lo puso en un nivel incluso superior a los oficiales enemigos.
Corría el 15 de agosto de 1933, cuando Víctor Jiménez, de 23 años, se enroló en el Destacamento 126 de Cochabamba. Subió a un tren junto con otros jóvenes paisanos, atravesó Oruro hasta llegar a Mojo, población cerca de Uyuni (Potosí), y desde ese lugar y sin saber por qué caminó días junto a la tropa. “Llegamos a pie hasta Tarija, cargados de un fusil, 200 cartuchos, una frazada, mosquitero, caramañola, un plato y una cuchara; fue la primera etapa de un verdadero calvario”, escribió.
Vivencias de la guerra
Ya en el campo de batalla, junto a 450 camaradas del Regimiento Campos 6 de Infantería, cumplió la orden de romper el cerco que hace 10 días habían tendido los paraguayos para sitiar a un grupo de soldados del Regimiento 27 de Infantería. Fue una batalla sangrienta y de tenaz resistencia del enemigo. “Rompimos el cerco, encontrando a nuestros compatriotas en lamentable estado de salud, con hambre y sed. Fue mi bautizo de fuego”.
Los días del pianista, nacido en Toco, Cochabamba, el 28 de julio de 1910, transcurrían de batalla en batalla, de misión en misión como parte de una tropa de reserva, liberando a soldados bolivianos de cercos paraguayos. Para poder moverse con mayor rapidez, él y sus camaradas dejaron de lado las frazadas, los mosquiteros y utensilios, hasta quedar sin nada; tal sacrificio les permitió imponerse al adversario, sobrellevando el dolor de ver caer a muchos connacionales, una pena que no menguaba con las bajas del otro frente.
Recuerda una cena de medianoche y al “cabo Juan”, un indígena mataco, que por un acto de heroicidad en la retoma del Fortín Alihuatá recibió ese rango, y como sabía de panadería se quedó con ese oficio en dicho fortín. “Para no acostarnos con el estómago vacío, fui a la panadería y le pedí pan al cabo Juan, quien me lo negó rotundamente y se alejó del lugar, entonces llené mis bolsillos de harina y el indígena volvió trayendo un poco de pan de regalo, de regreso a mi trinchera, todos dormían. De rato en rato se escuchaban disparos, pero con la harina robada y la orina hicimos una masa, apenas pudimos deglutirla, ¡qué cena de medianoche!”, rememora.
Lamenta que la sed haya matado a muchos de sus compañeros, más que las balas; el intenso calor y la falta de agua hacían que los más débiles y enfermos caigan en delirios hasta morir deshidratados y con el abdomen hinchado. Cierto día, excavando un pozo, hallaron agua a seis metros de profundidad, dos regimientos la usaron durante mes y medio, pero tuvieron que abandonarlo por otras misiones. En eso, Jiménez cayó con una herida en la pierna, otra tortura que se sumó al hambre y la sed. Enfrentó nuevas batallas, intervino en el rescate de provisiones, fue reconocido por su valor, pero cuando fallaba también era recriminado. En sus escritos está el día en que un comandante, un coronel de apellido Blacutt, le ordenó entrar en batalla, pero él y otros soldados estaban agotados, hambrientos y sedientos. Ante la imposibilidad de entrar en acción, el jefe militar les tildó de “mañudos”, “cobardes” e “insubordinados”, dando la descabellada orden de fusilarlos. “¿Cómo matar a nuestros propios compañeros, que apenas podían pararse? Había que hacer algo, así que sacando fuerzas de mi reseca garganta impulsé a entonar el Himno Nacional, lo que disipó la tensión y llenó de fuerzas y civismo a todos evitando una ‘automasacre’. Me acordé de una frase dicha por un músico: ‘la música es la vida misma’. Qué patética confirmación experimentamos”, escribió el joven soldado.
Y llego al día que le cambió la vida. El 11 de diciembre de 1933, Jiménez y un grupo de camaradas cayeron prisioneros al intentar romper uno de los cercos del enemigo. Muchos soldados perdieron la vida, los paraguayos no podían creer que tan reducido número de efectivos bolivianos hubiera aguantado con tanto brío el cerco de Boquerón. Fueron llevados a Paraguarí donde por información del diario La Nación de Buenos Aires se informaron de que el oficial Germán Busch salió del cerco del Campo Vía, salvando a una tropa de soldados y otros oficiales.
La herida de la pierna no sanaba. Agotado y enfermo, él y sus compañeros caminaron días hacia un campo de concentración en el Regimiento Valois Rivarola de Paraguarí, donde le ayudaron a calmar su dolor; luego, ya en el Fortín Islapoi, sanitarios paraguayos atendieron a los más graves, entre ellos Jiménez. Estaba mejor, pero las penurias apenas comenzaban: en el camino a Pozo Azul, el músico cayó gravemente enfermo y sus camaradas Quiroga y Veyzaga le arrastraron en una frazada. “No te dejaremos morir”, le decía, según el registro de sus notas.
Luego fue embarcado a Puerto Casado y de allí a una pequeña isla a la que llamó “La isla del hambre”. En este lugar, para no morir de inanición, algunos se lanzaron al agua en su intento de atrapar algún pez, pero terminaron siendo devorados por los yacarés. Hasta Asunción llegaron harapientos, demacrados... como espectros vivientes a bordo de un barco carguero. Los heridos fueron atendidos por la Cruz Roja y más adelante todos fueron llevados en tren hasta Paraguarí, el campo de concentración donde el músico fue internado en un hospital. Allí conoció a varios compatriotas, uno de ellos el challapateño Humberto Gómez. Ambos se ganaban la vida arreglando radios, artefactos eléctricos, pintando y bordando tapetes. “Nos dijimos, al que tiene manos, nada le falta”, según se lee en sus memorias.
Un buen día de esos, luego de meses en prisión, la “suerte” tocó a su puerta. Se celebraba el cumpleaños del comandante del cuartel, el coronel Machuca, quien iba a ser agasajado con una cena y baile en el casino de oficiales. Un oficial paraguayo preguntó a gritos: “¿Alguno de ustedes sabe tocar piano para la orquesta?”. “Yo sabía, pero ni pensar en decírselo: mi facha daba lástima, ni zapatos tenía. Pero Gómez me empujó y aparecí como aceptando”. El suceso fortuito o dispuesto por Dios —como señala él— representó un cambio total de vida. Esa noche ejecutó un vals y la orquesta se complementó muy bien. Al terminar la fiesta, casi al amanecer, muchos oficiales se le acercaron para felicitarle y le invitaron a ser un componente regular del conjunto. Aquello representaba comer bien, vestir dignamente y ser respetado, todo un orgullo como soldado boliviano, cómo decir que no.
El pianista boliviano viajó con la orquesta de eximios integrantes a cumplir diversos contratos en Asunción, Villa Rica, Carapeguá y otras ciudades, pero nunca se olvidó de sus compañeros presos, a quienes les llevaba la mejor comida. El cargo de músico le sirvió para obtener otro: encargado de encomiendas.
Transcurrió un año de “prisionero privilegiado” gracias a su talento y fue llevado de mayordomo a la casa de un médico paraguayo, pero sin faltar a las presentaciones. Estando en Asunción fue testigo de la revolución de Rafael Franco contra Eusebio Ayala, cuando bolivianos presos fueron sacados a las calles para ser parte de los enfrentamientos, lo que fue aprovechado por muchos de ellos para fugarse.
Jiménez cita en su testimonio a la directora de una escuela de niños en Paraguarí, María Flores de Gaona, donde él fue profesor de música. Le ofrecieron un cargo titular y, aunque no prometió nada, sirvió de nexo con un prisionero paraguayo que estaba en Tarata, Cochabamba, lo que le valió mayor aprecio. En junio de 1935, finalmente llegó la crónica del cese de hostilidades. “Trabajé en la orquesta hasta el último día de junio de 1936, fecha en que fui uno de los últimos en ser repatriado”, describe. Una vez en el país, con tanto por redescubrir, se tejió otra historia.
Músico
Víctor Jiménez nació el 28 de julio de 1910 en Toco (Cochabamba). Quedó huérfano a los 10 años. Aprendió música con sus tíos Faustino y Miguel, hermanos de su padre. A su retorno de la Guerra del Chaco profesor de música por 28 años en Oruro, sobre todo en el liceo Pantaleón Dalence y el colegio Arce.
Compuso música folclórica, religiosa e himnos, grabó discos y recibió reconocimientos. En 1963, Lauro, le concedió el disco de plata por Quejas del alma. Se casó con Adolfina Alarcón, con quien tuvo siete hijos.
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