Ese “allí” del que se habla es algo así como una tierra de nadie. Es la frontera sur de México con Guatemala, donde los migrantes, muchos de ellos centroamericanos, se arriesgan con el objetivo de alcanzar la otra frontera, la del sueño americano: Estados Unidos.
El camino es largo, larguísimo. Y sembrado de peligros: robo, secuestro, violación (de hombres y mujeres), tortura, muerte. En cierto punto (Arriaga), hay una forma de acortarlo, igualmente terrible: el tren de mercancías que pasa raudo, sin detenerse, y al que los migrantes trepan como pueden.
La fotógrafa española Muñoz, que recuerda que en 2000 escuchó hablar de esa frontera y que desde entonces estuvo pensando en cómo llegar, pudo finalmente lograrlo en 2006, con la ayuda de dos periodistas salvadoreños: Óscar y Carlos Martínez.
Encontró a migrantes en los albergues que han surgido, por ejemplo en Ixtepex (Oaxaca), y se subió con ellos a La Bestia, como se conoce al tren que, lejos de ser la salvación, puede ser un vehículo mortal. No pocas personas han caído bajo sus ruedas y no menos han sufrido el asalto de las maras (pandillas violentas) o de los narcotraficantes (Los Zetas).
Poco a poco, Muñoz fue conociendo historias, gente, que quiso fijar en retratos, pero también en video y en grabaciones de audio. Todo este material forma parte de una exposición que ahora está en La Paz, en el Centro Cultural de España (av. Camacho).
Si no se supiera del trasfondo de tales retratos, el espectador seguramente se sentiría conmovido por los ojos de esos seres humanos que interpelan, pero nunca desde la miseria. Son ellos los que miran de frente, a veces terriblemente cansados y solitarios, pero que no por ello resultan menos dignos que quien observa.
¿Cómo se logra que una persona en la situación descrita antes se entregue así al fotógrafo?
“Fotografío al ser humano desde hace 35 años”, explica Muñoz. “Trabajé mucho sobre la danza y el cuerpo humano, y a través de ello, en los sentimientos, en la vida.
Procuro sacar luz aun de las partes más oscuras. Me pasé la vida haciendo esto”.
Por otro lado, “nunca he fotografíado a alguien sin pedirle permiso. Yo les cuento lo que estoy haciendo, les enseño trabajos anteriores y así me acerco a las personas y logro una complicidad muy especial”. En el caso de los migrantes, “hay además una gran generosidad de su parte, pues jugándose como se jugaban tantísimas cosas, ellos aceptaron las fotos para, por un lado, demostrar y enseñar a otros lo duro que es el camino y, por otro, concienciar a la sociedad de lo que está pasando, con el objetivo de que se le ponga un freno”.
Las historias
Muñoz, que sin necesidad de que se le consulte dice estar impresionada por los paisajes que le ha tocado ver en Bolivia, “que te atrapan”, quiere ser portavoz, con la muestra y su propia presencia, de un amigo de los migrantes. Él es Alejandro Solalinde, que ha estado a cargo del albergue de Ixtepec y que ha impulsado su construcción (los propios alojados ayudan a levantar habitaciones, letrinas, mientras esperan el paso del tren). “Acabo de leer la noticia de que va a dejar el lugar, pues se lo ha ordenado el Obispo en vista de que hay seis amenazas contra su vida”. El sacerdote, que es uno de los retratados, ha dicho que volverá apenas la Policía identifique a los autores de las amenazas. “Es un hombre admirable; ha estado a punto de ser linchado en dos oportunidades y la Policía le ha golpeado ferozmente; pero él sigue ayudando y exigiendo justicia para esos seres que llegan al lugar para reponerse de lo peor”.
La fotógrafa catalana revive entonces otras historias enmarcadas en el blanco y negro de las imágenes. “Estos dos guatemaltecos —señala a dos jóvenes en medio de las vías de un tren— eran payasos en su tierra. Como el mayor de los hermanos vio que el pequeño estaba en mala compañía, decidió que se irían a Estados Unidos”. En el paso de la frontera con México, como hacen con todos, “los desnudaron y les dejaron casi sin nada; lograron conservar un solo traje de payaso, así que uno usaba el pantalón y el otro la camisa”. Hablando de generosidad, “estos chicos, que tenían el alma en vilo, se daban modos para amenizar el tiempo del grupo en el albergue”.
Otra persona que comparte lo que ha aprendido es Donar, un hondureño que perdió las dos piernas por una caída del tren. Sobrevivió, pero “se ha quedado en el camino, pues no puede seguir y tampoco quiere volver a su casa y dar la cara a la familia”. Así que vive en torno a los albergues, explicando a los nuevos qué tienen que hacer y cómo pueden cuidarse. La voz de esta persona de 25 años se escucha en la grabación y nada más lejos de la autocompasión que su risa y la decisión de asumir su vida.
A la cobardía de los violadores se oponen los ejemplos de valor. En una fotografía se observa a una pareja abrazada. Él salvadoreño y ella hondureña, se conocieron en un viaje de éstos en 2004. Cuando los delincuentes de las maras atacaron el tren e iban a violar a la joven, él dijo, sin conocerla, que era su pareja. Algo habrá mediado para que los asaltantes los dejaran en paz. En 2008, ambos volvían a intentar el viaje para que su hijo naciese en Estados Unidos.
No faltan las historias en las que esa luz que dice buscar Muñoz parece muy lejana. Ahí está el niño convertido en un asesino a los 13 años y que reintentaba, en 2008, llegar al norte, pues volver a su país representaba una muerte segura. O el caso de una joven de 20 años, mamá de dos niños, que fue rechazada por la madre y que volvió a intentar el viaje, junto a un hermanito de nueve años, maltratado por el padrastro, y de quien la fotógrafa supo que ha sido secuestrada.
“Las cosas más crueles que he visto en mi vida las he visto allí, en especial porque todos le dan la espalda a lo que sucede, con lo que la impunidad se acrecienta”, dice.Por ello las fotos, los testimonios, la narración de cómo viven tantas y tantas personas todos los días. Nada de amarillismo, se dice la fotógrafa, que prefiere callar muchas de las realidades de las que fue testigo o que escuchó narrar. Además, la convivencia, el compartir con la gente, “me hicieron cambiar la forma de contar, pues, como ya señalé, me di cuenta de que en medio de toda esa desolación asoma una parte del ser humano de la que quiero hablar”.
Dice Muñoz: “Nunca salimos como entramos de ningún trabajo, como de la vida. Y yo no puedo fotografiar nada que no ame. Estaré rodeada de las historias de esas personas y preguntándome: ¿Lo habrán conseguido? ¿Estarán vivas?”. En las fotos y en lo que despiertan en quien las ve, habrá que decirle que seguramente sí.
La última frontera de la migración Rubén Vargas
Hay varias razones que hacen de La Bestia —el trabajo de la fotógrafa española Isabel Muñoz con el que el Centro Cultural de España abrió sus salas de exposiciones al público— una experiencia intensa y perdurable.
La Bestia es el nombre que recibe el tren de carga que los migrantes centroamericanos utilizan para llegar a México en su viaje hacia Estados Unidos. En torno a esa bestia —en torno a los seres humanos que devora esa bestia— Isabel Muñoz ha construido un poderoso documento visual sobre la migración. Ese documento tiene la agilidad y la fuerza narrativa de un reportaje; tiene, a la vez, el apego a lo real pero también la densidad significativa de una buena etnografía; y tiene, sin lugar a dudas, la intensidad y la capacidad de interpelación que es propia del arte.
Pero lo más notable de ese viaje al corazón de las tinieblas de la condición migrante es la lucidez y la sensibilidad con la que Muñoz ha orillado todo miserabilismo —pecado frecuente del reportaje y de la antropología frente a los otros, los “pobres”— y ha logrado captar, en la última frontera a la que puede retroceder el ser humano, la fuerza de su dignidad. Eso quizás se llama estética. No es un logro menor. La Bestia interpela por la crudeza de la realidad que muestra pero también conmueve por la fuerza y la humanidad con la que los migrantes enfrentan y asumen su condición.
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