Edgar Arandia, director interino de la Fundación Cultural de Banco Central de Bolivia, dice en el catálogo de la muestra El grabado en Bolivia, que se expone actualmente en el Museo Nacional de Arte (MNA), que las “primeras copias de grabados que llegaron de Europa en los siglos XVII y XVIII fueron sobre temas religiosos” y que sirvieron de modelo para las pinturas de artistas mestizos e indígenas en el proceso de evangelización. Fátima Olivarez, curadora del MNA, en el mismo catálogo informa que aunque no se conoce la existencia de grabados en la Audiencia de Charcas, “el Museo Nacional de Arte atesora un grabado de factura significativa —probablemente del siglo XVII o XVIII— de la Virgen de Cocharcas”.
Y Max Aruquipa, curador invitado de la exposición, en un detallado texto del catálogo, dice que entre los representantes del grabado en la primera mitad del siglo XX están Genaro Ibañez, el belga Victor Delhez, Ramún Katari, Max Portugal y Fausto Aoiz. Que en los años 50 irrumpe uno de los más destacados representantes de esta técnica: Wálter Solón Romero. Que el año 1960 constituye un hito pues se instala en La Paz un taller de grabado en el que participan, entre otros, Antonio Mariaca, Enrique Arnal, María Esther Ballivián y Zoilo Linares. Aruquipa, él mismo un notable grabador, también dice que la artista Graciela Rodo Boulanger, por sus grabados, merece una ubicación destacada que “sólo artistas de la talla de Guzmán de Rojas y Mariana Nuñez del Prado tienen en nuestra historia del arte”.
Todo esto resulta verdaderamente interesante, digno de la mayor atención, y no puede sino provocar la curiosidad de cualquier interesado en la plástica boliviana. El problema es que nada de esto puede verse en la exposición El grabado en Bolivia.
La que se presenta en el Museo Nacional de Arte no es, en la medida que los textos del catálogo permiten esperar, una exposición sobre el grabado en Bolivia. Ese título implica una mirada abarcadora histórica o retrospectiva. No es así. El asunto está mucho más acotado. El núcleo de la muestra está constituido por obras de los integrantes de la agrupación artística Los Beneméritos de la Utopía —Edgar Arandia, Max Aruquipa, Diego Morales— que empezaron a producir su obra en la década de los 70. A ellos se suman generacionalmente el difunto David Angles y otros cultores del grabado como Hans Hoffmann y Gustavo del Río. Un poco más adelante en el tiempo, están artistas como Ramiro Cucaracha y Daniela Rico. Y luego muchos, muchos jóvenes, algunos de ellos discípulos de Max Aruquipa.
Devuelta a su dimensión real, la exposición tiene su propio interés. Es una oportunidad, por ejemplo, para apreciar la obra de Max Aruquipa; o para revelar, más allá de su pintura, el depuradísimo trabajo de Diego Morales. O para seguir sorprendiéndose con David Angles. O para comprobar cómo estos artistas pesan en el imaginario de muchos de los jóvenes grabadores.
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