El creador y director de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN) termina un año intenso que, entre lo muy visible, tuvo el estreno en Buenos Aires de la ópera ‘Nomis Ravilob’ y el viaje a Suiza, donde el elenco participó del festival Tage Für Neue Musik Zürich (Jornadas para la Nueva Música de Zúrich). En la presente entrevista, Cergio Prudencio habla de sus raíces, de los principios musicales de arca-ira, tropa, waqui y del futuro que se vislumbra a partir de la gente joven que rodea a la OEIN.
Vengo contaminado desde el vientre, por decirlo de alguna manera”, resume Cergio Prudencio su relación con la música. “Mis memorias más tempranas son sonoras, son musicales”.
— ¿Cómo son esas memorias?
— Mi mamá tocaba el acordeón y el piano. Somos cinco hermanos, tres varones que a eso de las cinco de la tarde nos sacábamos la mugre. Mi mamá la llamaba “la hora del catch” e intervenía, para llamarnos al orden, con música. Nos ponía a cantar y luego a tocar. No es casual que los tres hermanos hayamos resultado músicos profesionales. Ella sabía canciones tirolesas, había vivido en Alemania, y temas de autores nacionales que los tengo muy presentes en la memoria. Y también está el hecho de que mi padre compraba instrumentos de todo tipo: violín, flauta, guitarra… Él hubiera querido tocar, intentó aprender de adulto, pero no tenía ninguna habilidad. Traía profesores a casa y pasábamos clases en sábado, por ejemplo de acordeón con un profesor judío llamado Bercovich.
— Y la música nativa, ¿de dónde le viene?
En mi memoria hay un hecho fundamental que es la cocina, donde estaban la Juanacha y su radio. Décadas después deduje que lo que ella escuchaba eran mohoceñadas. Tengo ese recuerdo en el corazón.
— ¿En qué momento decidió ser músico?
A los 12 años ya componía canciones; la primera fue a propósito de la muerte del Che Guevara; Ñancahuazú, se llamó, aunque la borré ya de mi memoria.
En el colegio, el Saint Andrew’s, lideraba las serenatas, las guitarreadas. Esos años, por lo demás, el país vivía la dictadura que se sentía claramente. En ese contexto y porque yo tenía una mirada política de la realidad, cuando iba a salir bachiller, me decidí por estudiar Sociología. Pero, ese último año de colegio coincidió con el retorno al país de Carlos Rosso Orozco, músico y director de orquesta, que abrió un curso intensivo de verano en la Universidad Católica. Mi madre dijo: “Van los tres”. Mis hermanos, que estudiaban Arquitectura en Chile, habían vuelto debido al golpe y planeaban seguir estudios en La Paz. Pero, aquí también se había cerrado la universidad, así que el curso de verano del maestro Rosso fue la alternativa. Allí se engendró el Taller de Música que dirigió el maestro (junto a Alberto Villalpando), entre 1974 y 1978.
— ¿Y la sociología?
— No llegué a inscribirme siquiera. Estudié música en un régimen altamente privilegiado, de pocos alumnos, renacentista, de contacto directo. La Universidad Católica estaba cerrada, pero entreabría sus puertas para los 11 alumnos del taller. Fue un momento maravilloso de absorción de motivaciones, de presión, de exigencias, de estudio, de análisis y de descubrimientos. Adquirí mucha información técnica sobre la música de la educación formal, que es occidental. Al terminar el taller, las opciones eran irse del país o peregrinar por acá. Yo me decía: “Tiene que haber algo. Yo no quiero emigrar”. Mi consciencia política, social, no habían cambiado y mi deseo era hacer cosas en el país. Y entonces nos convocaron, a uno de mis hermanos y a mí, a trabajar en la Universidad Mayor de San Andrés, que acababa de recuperar la autonomía. “Hagan música”, nos dijeron y la visión institucional era algo así como lo que se hacía en Chile: música para encabezar marchas, embanderar protestas. Mi propuesta fue otra y aquí me tienen, casi 33 años después, con la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos.
— Hay un componente que resulta inseparable del trabajo y la actitud de Cergio Prudencio: el rigor, la disciplina; ¿quién le ha formado de esta manera?
— El maestro Rosso. También mi padre, mi familia; pero si de alguien he aprendido a no hacerme concesiones nunca, es de él. Ha sido en ciertas circunstancias hasta cruel en la época de estudios. Y luego está el convencimiento de que cuando se hace una apuesta tan arriesgada como la OEIN, no puedes exponerla a que te digan que es una burla. Tienes que refrendar el riesgo con un nivel de rigor inapelable.
— Una cosa es ser así de exigente con músicos de conservatorio, profesionales, pero en la OEIN trabaja usted con chicos de barrio.
—Sí, hay una especie de militancia, si vamos a recuperar palabras de aquella época que me marcó. Y esto es lo que llama la atención en Europa: el grado de involucramiento, disciplina, concentración y rigor en los muchachos. En Europa es inconcebible, pues una orquesta profesional tiene en general a personas canosas o calvas. Yo creo en la juventud y lo demuestro ampliamente. El que me sigue en edad en el proyecto podría ser mi hijo. Lo que necesita un joven es oportunidades, porque potencialidad para hacer las cosas bien, la tiene. Si lo valoras y lo pone ante el desafío de dar su más alto rendimiento, lo hace.
— ¿Hay algo de genética en la relación que tejen sus músicos con los instrumentos y ritmos nativos?
—En eso se basa el Proyecto de Iniciación Musical (PIM), en un razonamiento elemental: ¿Cómo aprende a hablar un niño? Imitando a sus padres. ¿Y la música? Los sistemas formales de educación hacen lo contrario, lo disocian de su realidad de origen, lo alfabetizan con un alfabeto que no le es familiar.
Con el PIM se busca que los niños hagan el camino imitando, consciente o inconscientemente, sabiendo que hay información genética que les permite reconocer y reproducir fácilmente. Ése es el mecanismo.
—¿Y cómo se conectó usted con ese universo?
— Era mío también. Tengo mucho de indio biológico. Nací en un contexto cultural no indio; pero me siento biológicamente tal en un porcentaje que no sé precisar. Eso explica este casi apostolado por esta causa, este apelar a técnicas y filosofías de un mundo que de alguna manera ha debido estar en mí.
Estoy especulando, por supuesto, no sé decirlo a ciencia cierta.
— Pero su formación es académica.
— Y es empírica también. Al terminar la universidad, me metí en el mundo aymara de la música y de los instrumentos; ésa es también mi formación: no académica, no institucional, pero determinante El contacto con la música, con los artesanos, con esas prácticas es esencial.
— Decir “soy indio” no es lo mismo hoy que hace algunos años en el país.
— Lo que acabo de decir lo venía diciendo de muchas maneras hace tiempo; no es nuevo. Lo vengo diciendo desde cuando era políticamente muy incorrecto y familiarmente inaceptable.
— ¿Qué respondió a la pregunta del censo sobre su autopertenencia?
— Aymara (en un susurro). A mi mujer casi le da un ataque. Lo dije por provocar ante una pregunta muy mal formulada, que no dejó margen a nada. “Si quiere le anoto no sé qué”, me propuso el censador. Por favor, hagan bien la pregunta. Qué tozudez. El país entero se los dijo; pero hay que no tener un mínimo de sensibilidad. Eso va a traer problemas y confusiones , y va a generar una “tendenciosidad”, si vale el término, a nivel político.
— Hablando de política y de descolonización, ¿siente usted que se está descolonizando algo?
— Sí, mucho. El país se ha movido, no todo lo que se quisiera, pero no se puede comparar con el del pasado. Mi padre falleció hace ocho años y, si se despertara, no lo reconocería, en el sentido de los protagonismos. Yo hablaba antes mucho de un concepto aglutinante que es el de clase dominante, para referirme a la herencia social que gobernó Bolivia desde su fundación. Ese concepto no está más vigente. Por explicarlo gráficamente, antes yo conocía a todo el gabinete personalmente. Hoy estoy empezando a conocerlos. La detentación del poder se ha movido significativamente. Esto tiene que ver, por lo menos, con un contenido descolonizador; antes la descalificación de esos sectores estaba dada por su condición: “Estos no pueden gobernar porque son unos ignorantes”. Eso no va más en el país; hay otras formas de conocimiento que se están aceptando. Luego está la propia constitución. No es un tema cerrado, claro, no estamos descolonizados a partir de ayer, pero sí es algo que se está moviendo.
— ¿Cómo se encuentra usted, con el proyecto de la OEIN, en este contexto?
— Luchando. Luchando muchas veces contra las propias estructuras estatales, gubernamentales sobre todo. Porque es fácil llenarse la boca con el tema de la descolonización, pero muy difícil ponerlo en términos concretos. Ése es el desafío hoy por hoy. ¿Qué es descolonizar y cómo? Yo lo entiendo exclusivamente como una construcción, no veo perspectiva alguna a procesos regresivos ni mucho menos. Descolonizar nos desafía a inventar escenarios, formas de interrelación, procesos educativos y comunicacionales. Ahí está el territorio en el que podríamos generar la descolonización.
— En la orquesta se aplican conceptos andinos, como son los de arca e ira. ¿En qué consisten, cómo funcionan?
— Son componentes de una unidad (en el siku o zampoña) y funcionan por complementación. Responden a un principio de las dualidades complementarias del mundo andino altiplánico.
— Dichos conceptos ¿pueden aplicarse a su vida musical?
— Yo siempre me he visto, a mí y a la OEIN, como punto donde se encuentran dos vertientes que forman parte de una dualidad complementaria. No me podría explicar sin mi formación académica, occidental; sin Bach, sin Mozart, por decirlo ilustrativamente, o sin todo el fascinante siglo XX europeo. La OEIN no sería tal sin esa vertiente generadora, fértil, fermental. Y ni yo ni la OEIN nos explicaríamos sin los instrumentos nativos, el pensamiento, la filosofía y la técnica: arca-ira, tropa, waqui (huaqui), saberes extraordinarios que van a encontrarse en la orquesta y formar una dualidad complementaria. Ahí está el territorio donde podríamos generar una descolonización válida.
— ¿Qué es una tropa?
— Un concepto orgánico de quienes hacen la música. Es una microrrepresentación de la noción de ayllu, de comunidad, en la que los músicos son un conjunto no sólo porque están reunidos, sino porque las formas de la instrumentación los llevan a unas interrelaciones participativas, de totalidad. La tropa es una expansión de la noción de arca-ira: cuando la dualidad complementaria se expande en multiplicidad de dualidades.
— ¿Y waqui?
— Se lo pregunté a la señora (aymara) que trabajaba en casa y me dijo: “Yo pongo y tú pones”. Es una forma de coparticipación en las responsabilidades y en los objetivos, a los cuales contribuyo desde mi posibilidad individual, a la espera de que el otro haga lo mismo. Es otra forma de las relaciones complementarias, de reciprocidad que es una constante en la música altiplánica y es una de las técnicas que más nos cuesta lograr en este proceso de enseñanza. Arca-ira, tropa, waqui son tres referentes técnicos que hemos metido en el flujo de trabajo con la música, no como discurso, sino como praxis.
— Una praxis que está inmersa, además, en la música contemporánea. ¿Cómo se desarrolla este diálogo?
— Con riesgos e interpelando a ambos extremos del puente, poniendo a vibrar el puente en su conjunto. En la perspectiva rigurosamente aymara indígena andina hay muchas cosas inexpugnables.Y lo propio en la perspectiva rigurosamente contemporánea —de hecho, un concepto, una categoría estética o valorativa occidental—. En el último concierto en Zúrich (Suiza, noviembre 2012), entre lo que sorprendió a la gente está la cualidad inescuchada de los sonidos, “lo no escuchado”. Creo que se trata de eso. Porque acomodarse en una de las dos orillas siempre ha sido una solución por un lado fácil y por otro lado improductiva. Uno puede decirse occidental y hacer Mozart. O, los dogmáticos de lo andino, vestir poncho y hacer sicureadas. Ambos se replican a sí mismos en un orden que no es propiamente el de ellos. No estoy emitiendo juicios de valor, sólo diagnosticando. Pues yo apuesto a algo más difícil como es interpelar a ambas orillas y generar desde ahí un proceso; ni una orilla ni otra. Así, cuando vas a las fuentes de lo occidental, éstas no reconocen lo de la OEIN como propio. Y muchas veces tampoco las fuentes indígenas. Se ha generado una nueva forma y lo puedo decir porque no sólo estoy yo. Si en la primera gira a Europa todas las obras eran mías, el año pasado no hubo ni una y este año apenas Cantos insurgentes.
— Hay una obra y gente que la sigue, pero ¿no tiene la impresión de que la OEIN sigue siendo Prudencio? Es decir, usted pone, como en el waqui; pero quién más para que se garantice la continuidad?
— Es vertiginosa la pregunta, pero al mismo tiempo hoy sería injusto decir que la OEIN es Prudencio. Hay más protagonistas muy importantes en distintos niveles: compositivo, educativo, analítico, reflexivo, de liderazgo, que están ahí.
— ¿Nombres?
—Carlos Gutiérrez, Daniel Calderón, Carlos Nina, en una primera línea con capacidad de contribuir. Hemos estrenado dos obras de Gutiérrez maravillosas, sorprendentes. Pero veamos estadísticas. A Suiza llevamos seis obras: tres de jóvenes bolivianos (de 30 años de edad en promedio), dos de ellos mujeres (Canela Palacios y Lluvia Bustos), dos de europeos que vienen a ser el reflejo intercultural que buscamos provocar, y una mía. Esos datos desmarcan a la OEIN como pertenencia individual, Y hay más nombres alrededor: Miguel Llanque, Adriana Aramayo, todos con formulaciones estéticas que rebasan las mías. La dificultad no tiene que ver con lo estético, sino con la gestión. Es difícil para mí, que tengo con qué interpelar, y mucho más para jóvenes que vienen de zonas menos privilegiadas. Ellos se van dando cuenta, además, de que para los contactos con el extranjero necesitan otro idioma. Y ya hay quienes están previendo aprender el alemán o al menos el inglés. Es injusto, pues, decir que la OEIN es sólo Prudencio.