A priori, El mercader de Venecia, bajo estas premisas, promete y mucho. Finalizada la hora y media de gritos, sobreactuaciones insoportables, excesivos didactismos, priorización del “mensaje” sobre la puesta en escena, tambores, bailes, ridiculizaciones y unos modos-humores-actuaciones demasiado cercanos a lo peor del teatro popular, todo se cae. Lamentablemente. Los cementerios están repletos de buenas ideas. El teatro boliviano, también.
El mercader de Venecia arranca de manera sorpresiva: los caporales entran al teatro por los pasillos con las luces prendidas, con el telón cerrado. Y así pasan los 90 minutos. Propuesta “innovadora” que a la postre llega a molestar. En galería, las luces del Teatro Municipal directamente al rostro ahuyentan a muchos. En el final, los 16 actores y actrices de la Escuela Nacional se despiden en el medio del pasillo central y luego arman otro a la salida del Teatro para agradecer a los espectadores, uno a uno. La hipocresía de los mercaderes cristianos de la obra de Shakespeare se convierte en buenas y educadas palabras hacia el entusiasta elenco.
La obra tiene como fin —con una onda muy propia de ejercicios estudiantiles “con mensaje”— extirpar el racismo a través del teatro andino. Pero se olvidan de lo fundamental, del medio, del buen teatro. Y el medio es el mensaje. La reivindicación del litoral; la elevación de la autoestima del boliviano (“dejemos de pensar siempre en las desgracias”, dice una caporal); las críticas a la vieja justicia y su hermana, la religión; la clemencia-bondad-piedad-misericordia versus la venganza y el resentimiento; y otros valores sobrevuelan esta obra bienintencionada pero fallida y desesperante que iniciará una gira nacional —después del estreno en La Paz— por ciudades como Sucre, Cochabamba y Santa Cruz, entre otras. La Escuela Nacional de Teatro debería replantear sus otrora exigentes criterios de selección de postulantes y su severidad académica. Para no caer otra vez en los “caporales malditos”.
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