Hace algunos años, cuando sostuve la iniciativa de una bienal, una amiga editora de una importante revista internacional de arte me hizo la observación de ¿para qué una bienal más en el mundo? Hay como 300, me dijo. No se explicaba por qué florecían como callampas e introducían, a su juicio, una gran distorsión en la configuración del sistema internacional de arte. Incluso, llegó a escribir un editorial sobre este fenómeno. No respondió de un modo que sirviera para explicarlo. Me obligó, entonces, a tipificar bienales. Las hay de diverso tamaño y consistencia.
Luego, vino la coyuntura de Ivo Mesquita, a la cabeza de la XXVIII Bienal de Sao Paulo, descalificada como “la bienal del vacío”. Después de ésta, el espacio europeo se cubrió de exposiciones sobre el vacío. Lo cual no dejaba de ser curioso, viniendo de zonas del arte donde la característica es, justamente, la saturación de lo pleno. Sólo desde un espacio donde se está acostumbrado a funcionar con dinero del Estado para sostener iniciativas “alternativas” es posible convertir el vacío en un “nuevo género” de promoción curatorial. A condición, claro está, de definir el tipo de curador del que podríamos hablar.
Ciudad. Una cosa tienen de común todas las bienales: están sostenidas por una ciudad. Es decir, no hay bienal sin una ciudad que la apoye como avanzada de su apuesta de vanidad institucional. Porque hay que ser realistas: una bienal es un asunto demasiado importante como para dejarla en manos de los curadores y de los artistas. Esa es una condición de la des-posesión política de las bienales. Toda vez que se deba entender una bienal como parte de un plan de desarrollo regional o local, que involucra la industria hotelera, la gastronomía local, las empresas de embalaje, las editoriales, los insumos fotográficos, la inversión en nuevos medios, sin dejar de mencionar el efecto educativo en las poblaciones vulnerables del territorio y pasando a tomar en serio el rol de activación del mercado interno, así como la promoción del coleccionismo y la consolidación de un procedimiento de manufactura de imagen-país. Todo eso le podemos pedir a una bienal. Otra cosa es que el dispositivo cumpla con las exigencias y los deseos que una élite local invierta en ello.
Recuerdo el brillante texto de Ivo Mesquita titulado Bienales, bienales, bienales, bienales, que fuera publicado en el primer número de Museumuseu, tabloide de arte editado por Ana Paula Cohen y el artista Mabe Betónico. Iniciado por este último en el año 2000, el proyecto “museumuseu” se caracteriza como una estructura que articula actividades, textos, imágenes, etc., organizados en cuatro núcleos principales: Historia del Museo (documentos y ficciones), Más allá del Museo (el museo en la ciudad, la ciudad en el museo), El Tiempo del Museo (las exposiciones temporales) y la Palabra en el Museo (museo de palabra y palabra de museo). Lo menciono para que se dimensione el alcance que pueden tener las iniciativas instituyentes de artistas determinados, operando en una escena específica.
En su texto, Ivo Mesquita se plantea lo siguiente: en tiempos de la cultura como espectáculo el arte se ha vuelto un espacio central para la cultura globalizada, involucrando a un público y un rango de inversiones financieras sin precedentes en la historia de la humanidad. Desde ahí verifica la existencia de dos tendencias discursivas al respecto. Por un lado, el discurso académico posmodernista para el que la producción de arte es tomada como una ilustración de principios teóricos que existen previamente a la aparición de los trabajos. Por otro lado, el discurso de las políticas culturales, que propone el uso de muestras con propósitos de renovación urbana, turismo cultural y otros objetivos pragmáticos.
Ninguna de estas tendencias abordan la pregunta de si las bienales están o no definiendo nuevas relaciones sociales/políticas/culturales en un mundo globalizado o si están sus curadores colaborando en el mejoramiento del diálogo intercultural, o si sólo son agentes sofisticados de capital globalizado que se especializa por tanto en financiar bienales y apoyar muestras en esa perspectiva. Pero hay una pregunta que para nosotros, en esta escena, resulta de una importancia más que significativa: el sistema de las bienales y de las muestras monumentales, ¿están dando realmente voz a comunidades o culturas marginalizadas? ¿Qué tipo de conocimiento está produciendo este sistema?
Estas son las preguntas que compartimos desde hace más de una década.
Dispositivo. Una bienal se debe a la ciudad que la sostiene, porque se erige en monumento social específico, compartiendo todas las contradicciones que eso significa. De ahí que la bienal sea concebida como un dispositivo de lectura de la propia ciudad, en su complejidad urbana y existencial, por decirlo de un modo elusivo. Luego, una bienal es una plataforma de negocios y de negociación de intereses múltiples y disímiles, pero que pueden compartir durante una temporalidad determinada, un encuadre determinado.
Finalmente, una bienal es un acto de vanidad regional. Todo eso, da lo mismo, si se alcanza a entender que se trata de montar, en el seno de su propia ambigüedad, un dispositivo de aceleración de transferencias informativas que aborde dos fallas reconocibles: la incompletud de la musealidad regional y la inconsistencia de la enseñanza superior de artes.
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