La música tiene una fuerte relación con las ciudades, porque muchas de nuestras angustias existenciales, por el hecho de vivir en ellas, se cantan, se consuelan, se procesan, se curan o se intensifican con canciones y músicas que las imaginan y recrean. La ciudad también es reflejada por los músicos, porque es el gran marco donde transcurren las vidas de los que cantan y de los escuchan a los que cantan. En las ciudades se vivieron grandes transformaciones de muchos géneros y estilos musicales, que si bien se originaron en ambientes rurales o en pequeños pueblos, en las ciudades, dada la intensidad de las relaciones sociales, se convirtieron en géneros populares, grabados en discos, presentados en teatros y salones, serenateados en los balcones, canturreados en las esquinas, repetidos en las cabezas de los solitarios. La ciudad vibra por la música, es un poco su alma, la música se alimenta de la ciudad, es un poco su tóxico, y su panacea también.
Ciudades hay que han sido muy cantadas, ciudades hay que han sido silenciadas por el canto. Entre estas por ejemplo, la Gran Manzana se lleva la flor: Nueva York ha sido cantada por lo menos en más de 3.000 canciones y obras largas… recordada, convertida en el marco existencial de los que la conocen y los que no, convertida en un gran fetiche de la nostalgia y las vivencias. Como ella aunque quizá nunca tan cantadas, ciudades a lo largo del mundo merecen estas declaraciones de amor y de odio por parte de sus habitantes y de los que las añoran: Paris, Roma, Londres, Madrid, Bogotá, Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago de Chile, Lima, Montevideo, Rio de Janeiro, Atenas, Lisboa, La Habana, Cochabamba, La Paz…Sucre. Las ciudades dependen de sus hijos músicos y de sus hijos poetas, porque al cantarlas ellos las resucitan cada día, las crean, las convierten en realidades que se sueñan, no sólo que se padecen, en imaginaciones que se habitan, no sólo que se invocan.
Cada ciudad tiene sus propias formas de música, porque de alguna manera los que viven allí, los que allí se interconectan, crean un pequeño mundo, único, un islote de relaciones, casi como una telenovela que cada día revela un nuevo “continuará”. Y en esos continuarás, como al comienzo de cada día, una canción tiene que ver con lo que nos ocurre, nuestras pequeñas miserias cotidianas, los problemas, los conflictos, los estreses, los despechos, las penas, las angustias… pero también las alegrías, las fiestas, los amores, las lujurias, las paces, las esperanzas. Sin canciones que la canten una ciudad estaría apagada, más apagada que sin luces. De alguna manera la música la ilumina, le da sentido. Y entonces cada ciudad le pide a sus músicos y poetas que la canten, talvez, o quizás los músicos y los poetas lo sienten, escuchan en el silencio de las horas que deben cantarlas, o talvez lo hacen porque en algún momento la sufren, en sus calles y en sus casas sufren la ausencia de alguien que se pierde por sus rincones, que los extravía, que los olvida, y convertir esas desazones en melodías o en versos puede ser una gran manera de conjurar la ciudad y a una persona que en ese momento, se convierte en la sinécdoque de toda la ciudad, o la ciudad que se convierte en la alegoría de esa persona querida, requerida, ansiada, deseada, invocada, buscada.
Mi recuerdo de la música está ineluctablemente vinculado a las ciudades donde la escuché. Digamos que la música tendría, de esa manera, una dimensión geográfica añadida, ya que ella misma es básicamente duración, algo que aparece y desaparece como una estela, pero no es precisamente un lugar. Lo interesante es que escuchar una canción en un lugar y en un momento significativo de nuestro recorrido vital, es como adherir esas melodías, esos arreglos, esas voces y esos versos a ese lugar. Es un tipo raro de sinestesia, donde el tiempo se vuelve espacio en la memoria, y donde el espacio se condensa en el fenómeno complejo de melodías y desarrollos armónicos y rítmicos que llamamos “pieza musical”.
En Sucre yo escuchaba, de niño, pero también participaba, curioseaba y me entretenía o me aburría con la música que irradiaba de las trompetas y tubas de una banda, en el quiosco de la plaza, los jueves por la noche. Iba a jugar, a pasar el rato con mi hermana y mis primos, niños también como yo, pero la banda estaba allí. De hecho no recuerdo su música, sólo sé que estaba allí, en mitad de la plaza, que es la mitad o el centro de la ciudad. Para mí el quiosco es entonces la música de la ciudad, aunque esa música no la recuerde. Es como si se hubieran quedado, convertidas en una ruina, las melodías que un día escuché y que sin embargo están allí todavía, como en el silencio de las cosas muertas, pero que de alguna manera están llenas de vida.
También está por ejemplo, las canciones que mi mamá me cantaba para hacerme dormir cuando era muy pequeño, viejas canciones mexicanas como “serían la una, serían las dos, serían las tres, las cuatro cinco de la mañana”, o cumbias colombianas de moda, como Qué pasó Yolanda, e incluso una canción que recién me entero que es guatemalteca: El costumbro, que a sus 19 años me hacía dormir cantándome: “con el cuello cubierto de bambas, caminaba una indita… y a su encuentro venía José, revestido de un gran valor. Era noche y estaba sola, la ocasión no hay que perder…” ¿Cómo se la aprendió? Hasta ahora no lo sé, y aún más me sorprendo al enterarme que a Katia Cardenal, ese gran ser humano y sensible voz de Nicaragua, también le trae nostalgias de su mamá que se la cantaba de niña. En mi caso, esto ocurría en una ciudad, en Sucre, aunque fueran canciones de otras partes… y las llevo como un recuerdo profundo de mis dos primeros años de vida, y entonces las enlazo con una ciudad, aunque no sean de allí. Y así cada quien tendrá sus canciones que están revestidas de una ciudad. Y así cada uno tendrá una ciudad que está revestida de emociones y de personas que nos cubrieron, como con una manta, con la música que abriga el alma.
Justamente algo así es lo que sostiene Joaquina Labajo , en un sugestivo ensayo sobre la música y la ciudad. Joaquina recuerda que Leopoldo Alas Clarín, en su novela La Regenta, narra cómo en la catedral de Vetusta surgía “la misteriosa vaguedad del cántico sagrado”, la música que venía del coro del centro de la catedral, y que “parecía descender de las nubes”. Joaquina comenta y concluye:
¿hacía mera poesía simbólica, o nos estaba describiendo la realidad final de una acústica concreta que, a partir del lógico recorrido de las ondas emitidas desde la caja del coro –instalado en el centro del templo – reflectaba en vertical el canto hacia “las alturas” para, desde allí, hacer descender, posteriormente, el cántico sagrado como de las nubes? […] La respuesta no está en la partitura, sino en su puesta en escena real y concreta en un determinado espacio. En la medida en que la música no es objeto, partitura, instrumento o cilindro de cera, el modo de ser percibida y el por quiénes resulta decisivo para conocer su global y preciso significado: el que sólo vea [pentagramas]… no verá nada.
El sugerente análisis de Labajo nos ayuda a entender por qué una canción o un repertorio no existen de manera independiente al entorno arquitectónico y físico donde se ejecutan, y que además generan un estado de ánimo compartido por los que allí se encuentran. Esto se aplica entonces para las retretas en los quioscos, la música en los trufis, los conciertos en los teatros, las tocadas en los boliches, la música de fondo en cientos de lugares adentro de una ciudad, donde las personas se encuentran de cientos de maneras, y donde claro, el significado de la música está en el modo en que es percibida por unos o por otros, en un momento dado, en un espacio dado cuya sumatoria final da por resultado, entonces, una ciudad.
También Joaquina Labajo resalta que la música, al ser el “resultado de una mediación humana en constante devenir”, nos permite llegar a través de su escucha a “las complejidades de la textura colectiva ciudadana”. Así veremos en estos despliegues de la música en la ciudad no “el holograma perfecto de cada momento de su pasado, o de su presente, pero sí podremos ver reproducidos en él sus espacios, sus costumbres, sus gustos, sus preocupaciones, aspiraciones, debates, conflictos, y junto a ellos asistir a sus diferentes estrategias sonoras individuales y colectivas. No descubriremos en ello estáticas estampas, sino la imagen de una danza interna entre todos sus elementos”. Este holograma incompleto pero vibrante, donde las músicas van y vienen y se condensan en un género y en un grupo de personas, ya sean inmigrantes, ya sean jóvenes, ya sean viejos, es lo que me aparecía a cada rato cuando reconstruía los derroteros de la música popular boliviana en mi libro, La ópera chola. Entonces las ciudades aparecían como grandes marcos vivenciales donde se agitaban unos y otros, se encontraban en persona y en los gustos, y creaban nuevos cánones. Claro, eran ciudades interconectadas entre sí (como también advierte Labajo de manera precisa), sin muros infranqueables, porque “la ciudad no funciona como un mecanismo autónomo” ; la música que está dentro de los muros de una ciudad están llenas de influencias de la música de otras ciudades, porque las ciudades están conectadas entre sí en una red. También a su interior, los diferentes espacios de una ciudad se interconectan, y “por más que teóricamente puedan establecerse en ella diferencias entre lo público y lo privado, la calle y la plaza, el teatro y el salón, el centro y los arrabales… jamás se yergue en ella muros que no puedan ser franqueables”.
Joaquina añade en euskera: “Así, en la ciudad también está el baile de las ciudades”. Las conexiones de las otras ciudades con la mía, donde hago mi música en un momento memorable de mi vida, llenan de influencias mi quehacer y mi gustar musical; los diferentes lugares por donde camino y de donde vienen sus músicas, las casas que visito, los barrios, las peñas, los programas de radio que están circulando por los días de una ciudad, las personas que me encuentran y que me brindan músicas, son los túneles significativos sin barreras infranqueables, aunque a veces con ciertas trancas, que me permiten vivir la música, crearla, escucharla, admirarla, componerla y recomponerla, odiarla y amarla.
La ciudad y su relación con la música puede ser vista desde la Historia, o desde la Sociología, o desde la Antropología, y claro, desde la Musicología y la Etnomusicología, cuando no desde el Derecho o la Economía. Lo que aquí importa decir es que estas visiones tratan de ser cada vez más comprensivas, más profundas, y “el estudio centrado –aunque no aislado– de la actividad musical en la ciudad, concretado en un tiempo histórico o presente, ha demostrado proporcionar un marco más manejable y riguroso sobre el trabajar los cambios en la creación musical”. Entonces, gracias a estas nuevas confluencias de esfuerzos investigativos, “[t]odo un panorama se abre, por tanto, ante nosotros, cargado de nuevos modos articulados de ver, de interpretar y de explicar nuestra propia historia”, y añadiría, nuestra historia a través o en relación permanente con la música. Traté también, sin saber las coincidencias que tenía con Joaquina Labajo, de mirar la música de Bolivia con una percepción que abarcara todo este panorama rico y profundo.
Joaquina Labajo concluye su ensayo sobre la relación entre la música y las ciudades con un párrafo inspirador, que de alguna manera hago aquí mío y quiero compartirlo con ustedes:
Como los paisajes naturales, las ciudades tienden a ser consideradas como fondo inmóvil o telón pintado donde instalar la acción del pensamiento humano. Su sonar musical nos habla, por el contrario, de movimiento y cambio. Resulta inimaginable entenderlas como arquitectura, como música petrificada, en palabras de Goethe. Las partituras orales y escritas ejecutadas por los músicos de la ciudad recorrieron en el pasado y recorren en el presente sus lugares privados y públicos: sus calles, sus parques, sus plazas, sus templos, seminarios, casas, cuarteles, salones, conventos, academias, cafés, sociedades de recreo, conservatorios, escuelas, discotecas o garajes, para de nuevo repetir, sin repetirse, en nuevas manos y gargantas, variaciones intercambiadas por nuevos rincones donde resonar dentro y fuera de sus muros.
Debo pensar que la música entonces, contenida en los muros de la ciudad pero sin estar aprisionada, se fertiliza con las personas que van, con las que vienen, con las que se quedan, con las vuelven. Es un lenguaje en constante renovación pero también en constante repetición, que ha abrevado por ejemplo de los espacios y la reconstrucción de las músicas, danzas y maneras de decir de las colonias de inmigrantes, pero que también, por qué no, está abierta a las influencias que llegan de Occidente, es decir, de la fuente de las modas internacionales, los medios de comunicación, las industrias culturales, las sensibilidades de una época. Debo pensar también que la ciudad vibra en sus músicas, pero que la música se alimenta de la ciudad, de sus gentes. Una canción puede, así, ser tan inmensa como una ciudad. Una ciudad, cuando aparece en mi corazón, quizá, en algún momento, puede convertirse en una desconocida y recóndita canción. Quizá. Pero siempre, para vivir en las ciudades, se necesitará su música.
Labajo, Joaquina (1998). “Ciudad y Música” en revista Bidebarrieta N° 3, pp. 27-41. Op.cit., pp. 30-31. Ibid., p. 31. Ibid., p. 33. ídem. Ibid., pp. 36-37. Ibid., p. 37. Íd.
EL AUTOR EN BREVE
Mauricio Sánchez Patzy (Sucre, 5/XI/1965). Sociólogo y artista. Reside en Cochabamba. Sociólogo por la Universidad Mayor de San Simón y magíster en Arte Latinoamericano por la Universidad Nacional de Cuyo, con la tesis: País de Caporales. Los Imaginarios del Poder y la Danza-Música de los Caporales en Bolivia. Al presente efectúa su tesis de Doctorado en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Es investigador independiente y docente universitario en la Universidad Mayor de San Simón. Ha publicado varios libros en colaboración, como Nudos SURurbanos: Integración y exclusión social en la zona Sur de Cochabamba (2009); ¡Están Aquí! Las Mujeres de Cochabamba. Libro conmemorativo por los 200 años de la Batalla del 27 de Mayo de 1812 (2012), y Cochabamba ante los ojos del mundo (2013), además de varios artículos en revistas académicas. En 2017 publica el libro: La ópera chola. Música popular en Bolivia y pugnas por la identidad social, coeditado por IFEA y Plural Editores.
La ópera chola en breve
La ópera chola es un estudio sociológico, pero al mismo tiempo histórico, sobre las pautas más importantes de la relación entre la música popular en Bolivia y la manera en que los bolivianos construimos y disputamos nuestras identidades colectivas. Fue la primera forma en que me aproximé a una pregunta que guía mi trabajo como sociólogo: ¿por qué somos como somos los bolivianos? Entonces pensé que sería interesante responder a esta pregunta estudiando algo a lo que le damos muchísima importancia en la vida cotidiana, pero poca en la reflexión sociológica: nuestra música popular, en todas sus facetas. No se trataba de hacer un catálogo extenso y exhaustivo de todos los músicos habidos y por haber, tarea, por lo demás, casi imposible (cada día me entero de la existencia de más músicos, conjuntos, estilos musicales de hoy o del pasado). Tenemos muchísima riqueza musical, pero al mismo tiempo se nos presenta como un universo prácticamente inabarcable y complicado de estudiar. Entonces me planteé el desafío de encontrar qué sentidos, qué lógicas sociales, mueven a la música popular producida, distribuida y consumida en Bolivia, y las formas en que esto ocurre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario