El golpe del cincel suena como si estuviera dando ritmo a una canción. Por cada seis impactos a la piedra suenan otros dos de una espátula de metal que da forma a la materia prima. La coordinación entre los dos artesanos es casi perfecta, tal vez debido a que tienen la información genética que les ha sido heredada de una cultura milenaria.
Son un grupo de escultores y ceramistas de Tiwanaku, considerada una de las poblaciones más antiguas del continente americano, con un rico legado histórico, agrícola, tecnológico, de ingeniería, construcción y artístico. Los restos que están guardados en complejos y museos son una demostración de la habilidad de los pobladores de este pueblo que ha sido comparado con la Grecia clásica.
Figuras tiwanacotas elaboradas en distintos tipos de piedra y cerámica con formas de animales de la región altiplánica.
Fue en esta tierra altiplánica donde nació Néstor Ávalos, que se presenta como escultor y ceramista múltiple. Él es quien genera el “compás” para afinar los detalles de un monolito de 30 centímetros de alto, que pronto adornará la sala de alguna vivienda dentro o fuera del país. Vestido con un buzo azul, un polo amarillo, un chaleco camuflado, un sombrero de lana de oveja y gafas oscuras para protegerse de la arenisca que salta por cada golpe, está marcando las líneas rectangulares de los pies de la estela pequeña.
Hace más de tres décadas, la vida de Néstor tenía un rumbo distinto, ligado al transporte público, hasta que conoció a la compañera de su vida, Irene Condori. Con una nueva familia por mantener, ambos pensaron cómo iban a generar recursos económicos. Para 1983 —durante 15 años—, Néstor trabajaba en el Complejo Turístico de Tiwanaku, donde tenía el privilegio de contemplar desde muy cerca los monolitos y los otros restos arqueológicos. Por su parte, Irene creció con un abuelo que dedicaba su tiempo a hacer ceniceros y otros recuerdos de barro y piedra, una habilidad que heredó a sus hijos y nietos. Con ese legado, con las imágenes de las esculturas que quedaron grabadas en el recuerdo y las enseñanzas del abuelo de Irene, a Néstor no le fue difícil aprender a tallar y formar objetos tiwanacotas, porque seguramente también mantiene la información milenaria del arte.
Clemente sostiene la espátula de metal y la piedra mientras explica a los visitantes cómo es su trabajo.
Clemente Ticona es quien da los dos golpes de espátula por cada seis de Néstor. En su caso está comenzando a tallar una piedra arenisca que en unos días se convertirá en un puma. Él también trabajó dentro del yacimiento arqueológico. De hecho, Néstor asegura que su amigo encontró varios restos, aunque el reconocimiento llegó solo para los arqueólogos. Ahora, ambos forman parte de Choque Pajcha, una organización de 20 artesanos (entre varones y mujeres) que mantienen la tradición artística de Tiwanaku.
La Empresa Estatal Boliviana de Turismo (Boltur) ofrece la posibilidad de observar, dialogar y aprender de estos artesanos con la visita a sus talleres, con el objetivo de conocer su trabajo, apreciar y adquirir las cientos de figuras de barro o piedra. Arenisca roja, alabastro negro, cuarzo blanco o plomo, obsidiana, sodalitas, piedra andesita y lapislázuli son la materia prima para que estos artesanos recreen la grandiosidad de su cultura.
Un artesano de Agrochoquepaxcha pinta de la manera antigua un keru ceremonial.
En cuanto a la cerámica, los artesanos saben la combinación perfecta de tierra, agua y fuego para elaborar centenas de figuras ligadas al imperio tiwanacota. Y para demostrarlo, Néstor lleva a cabo el desmolde de un puma. Con mucho cuidado y con la colaboración de Irene, quita la capa trasera, donde se nota la cabeza del felino. Para ese momento, los visitantes están ansiosos por ver el objeto completo, pero deben esperar a que Néstor desate la cinta de goma que sostiene la parte central del molde. Lo hace con mucha paciencia, como si fuera el momento en que se rompe el cascarón de un huevo para el nacimiento de un pollito. El resultado es una obra que se asemeja a cualquier reliquia de museo, aunque antes Irene le dará los detalles que la hace casi perfecta. “Nos gusta, de eso vivimos, es nuestro trabajo, nos da de comer”, comenta la ceramista que se encarga de crear las figuras pequeñas.
Desde el inicio, Néstor ofrece dar una sorpresa a los invitados. Se trata de un cuarto amplio donde están centenas de figuras hechas de barro, con cruces andinas, pumas, serpientes, peces, llamas, quirquinchos, soles, monolitos en miniatura e illas acomodados en las paredes o en una mesa amplia de exposición. En ese instante llega el convencimiento de que la cultura tiwanacota aún pervive en la memoria de sus descendientes, por el bello acabado y los detalles.
Una exposición muestra objetos terminados de barro y prendas de vestir hechas de lana camélida.
Al igual que Irene, Néstor y Clemente, al frente de la calle, otros artesanos, pertenecientes a Agrochoquepaxcha, exponen sus manufacturas. También son varones y mujeres, con cerámicas y tejidos.
En ese grupo se encuentra Mario Loza, quien desde niño aprendió este arte gracias a una familia que le enseñó sus secretos, aunque a la usanza antigua, como lo hacían durante el esplendor de la milenaria ciudad arqueológica. En cuanto al pintado, por ejemplo, le enseñaron que una paja es mucho mejor que un pincel, que después debe ser sometido al pulido de la superficie y repetir esta acción como si se tratara de un tatuaje, con lo que al final dan como resultado varios kerus (vasijas) que parecen sacados de un repositorio.
Cuando se oyen esos compases que calan la piedra da la impresión de estar viviendo la cultura tiwanacota, aunque existe la certeza de que después de miles de años el arte continúa circulando en las venas de sus pobladores.
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