Una de las creencias del esoterismo (la doctrina del mundo metafísico) es que ciertos lugares tienen una energía especial, que atrae sucesos y formas de vida que otros espacios no. Si el área actualmente ocupada por el Proyecto mARTadero es o no un “lugar mágico” no se puede afirmar, pero tal hipótesis no resulta tan desquiciada a la luz de algunos hechos de su historia, tan bien compilada por Fernando García, director e impulsor de esta iniciativa cultural desde su creación, hace 12 años.
Cuando, el año 2004, él, Angélika Heckl y un grupo de artistas eligieron a este deteriorado edificio como el escenario de la segunda versión de un encuentro nacional, su intención era recuperar y resignificar un bien, a su sazón, de alto valor patrimonial.
Sin saberlo aún, habían iniciado el renacimiento de una obra modelo de la ciudad y el origen de un espacio artístico modelo del continente.
LA CORONILLA DEL AYER
De la vida precolonial de los alrededores de la colina de la Coronilla solo se encuentran algunas evidencias, como el paso de los Urus y huellas de la cultura tiahuanacota.
Es el 27 de mayo de 1812 cuando se escribe el primer capítulo documentado de esta zona de la ciudad. Buscando sofocar la primera revolución libertaria del Alto Perú, José Manuel de Goyeneche llegó a Cochabamba, cuyas autoridades y hombres estaban dispuestas a rendirse para evitar el enfrentamiento.
Con vía libre, las tropas realistas del militar peruano se asentaron en los sembradíos donde un siglo más tarde se levantaría el mARTadero.
Indignadas por la pasividad de los líderes y los saqueos perpetrados por las fuerzas de Goyeneche, un grupo de mujeres –en su mayoría comerciantes populares– lideradas por Manuela Gandarillas y Manuela Rodríquez (esposa de Esteban Arze) –qué valor de las Manuelas– se organizaron en un ejército, con machetes y cacerolas como armas. Murieron ese día, para vivir por siempre en nuestra memoria.
A pesar de la trágica derrota, este hecho marcó profundamente la identidad del lugar, mismo que, una vez conseguida la independencia, se desarrolló en torno al imaginario de lo popular, con la plaza San Sebastián como la tarima de actividades de alta adrenalina y baja reputación, como peleas de gallos y corridas de toros, animales estrechamente relacionados a la fiesta del santo patrono del barrio.
Entre las celebraciones taurinas, las costumbres “de dudosa decencia” y los espectáculos realizados en el “Acho” (ancestro del ahora coliseo de la Coronilla) la zona comenzó a ser estigmatizada por las élites –que tenían a la plaza principal, 14 de Septiembre, como su núcleo de interacción– dejándola social, simbólica y geográficamente relegada a usos “de escaso prestigio”.
Prueba de ello: el traslado del matadero de la ciudad, de su lugar original en la actual plazuela Corazonistas, hacia el barrio también conocido “de la Curtiduría”, el año 1889, “por razones de salubridad” y las ventajas de la nueva ubicación (cerca del río Rocha).
Poco después de la expropiación del terreno escogido (hasta entonces perteneciente al señor Ambrosio Vera), los trabajos de faenado de reses comenzaron; las obras de adecuación del nuevo local podían esperar, el hambre carnívoro de los cochabambinos no.
De hecho, las obras esperaron más de dos décadas. Para 1918, la situación del precario matadero era tan deplorable que se comenzó una tarea seria para la construcción de uno moderno.
Finalmente, fueron los señores Félix G. Sarmiento, Wálter Morató Z. y el español Miguel Tapias quienes se comprometieron ante el Concejo Municipal a construir el camal. La resolución de 10 de julio de 1924, además, compelía a la firma a colaborar en esta labor “solidariamente”. Bueno, los empresarios sí invirtieron dinero de su bolsillo, pero como buenos hombres de negocios, aseguraron el rédito, acordando que, a cambio, serían económicamente beneficiados por la explotación del carneo durante los primeros 15 años de funcionamiento.
Así, en 1925, en el centenario de la declaración de la independencia, se entrega la obra, considerada “un modelo en su género”. Para el año siguiente, habilitados los servicios básicos mínimos, el nuevo matadero era el orgullo de la ciudad, sentimiento que, como la carne en los intestinos humanos, fue degradándose hasta desear su expulsión, por decir algo amable.
UNA DÉCADA PARA NADA
El progresivo deterioro del edificio, aunado a los pocos esfuerzos por su conservación y limpieza, convirtieron al antiguo matadero en la verruga del barrio (actual Villa Coronilla). Cansados de su mal aspecto, desagradable olor y posible peligro, los vecinos exigieron el cierre del establecimiento, cosa que lograron en 1992.
Para no desperdiciar el área, se decidió usarlo como una escuela deportiva. Pero, como para hacer funcionar un centro se necesita más que un letrero, la iniciativa fracasó (los niños debían “entrenarse” en medio de maquinaria en desuso, con el riesgo de herirse, muebles viejos y restos petrificados de carne esparcidos por todo el lugar).
Prácticamente reducido a un depósito de chatarra, el sitio fue dejado en el olvido, situación que fácilmente podría haberse lamentado hasta el día de hoy; pero esa energía “especial” entró nuevamente en acción. Como Tapias casi un siglo antes, otro español llegaría a este rincón citadino y encontraría una apagada belleza, digna de ser recuperada.
El [re]nacimiento
El año 2002, reunidos por la incomprensión hacia su trabajo, un colectivo de artistas organizó y realizó la primera versión del Concurso Nacional de Arte Contemporáneo (Conart), que tuvo lugar en Cochabamba, la primera ciudad en acoger un evento de este tipo.
Motivados, prepararon el II Conart, pero esta vez tenían en mente un nuevo lugar de encuentro: el exmatadero. “Lo veíamos al pasar”, cuenta Fernando García, arquitecto urbanista, con ese acento típico de su país de origen, España, de donde vino hace varios años, para trabajar en un proyecto educativo, en calidad de voluntario. Como su predecesor, Tapias, fue extendiendo su estadía hasta que se convirtió en un ciudadano boliviano más.
En la medida que sus posibilidades lo permitieron, arreglaron el abandonado edificio municipal y desarrollaron la actividad con tal éxito que el entusiasmo dio paso a una idea magnífica, la de recuperar esos tres mil metros cuadrados y, sin negar su pasado, darles la oportunidad de otra vida y otra función social.
Ya organizados como asociación (bajo el acrónimo NADA, Nodo Asociativo para el Desarrollo de las Artes), García, Angélika Heckl y artistas como Ramiro Garabito, Ivette Mercado, Limbert Cabre- ra, entre otros, elaboraron la propuesta de intervención, sostenida en tres pilares: gestión cultural, recuperación arquitectónica y sostenibilidad económica. “Lo presentamos al Concejo Munici- pal de Cochabamba y, por unanimidad, en marzo del 2005, nos lo otorgan por 30 años, en concesión de uso de suelo e inmuebles”, relata García.
La visión de la entonces oficial Mayor de Cultura, Jenny Rivero, y el compromiso de Patricia Dueri y la Sociedad de Estudios Históricos Patrimonio y Restauración (Sehipre) hicieron posible que el proyecto no terminara enterrado en alguna oficina pública. El mARTadero empezaba a andar, pero nadie dijo que los primeros pasos iban a ser fáciles.
Los conflictos internos de la zona (en un momento, cuatro OTB’s se disputaban el poder del barrio), el incumplimiento de la Alcaldía respecto a algunas condiciones del acuerdo (se quería seguir usando al sitio como depósito) y los prejuicios hacia los miembros del equipo (vistos como “extranjeros hippies”) retardaron los procesos de transformación que trataban de llevar adelante.
Sin embargo, la voluntad perseveró y a pesar del aroma desagradable, las paredes manchadas de sangre y las falencias del poder público, NADA logró inyectar de vida este espacio de muerte. Como bien explica Susana Obando, coordinadora de Interacción Social y encargada del Grito Rock 2017 –la mega actividad que se desarrollará este 25 de marzo, articulándose con el 12 aniversario– lo que el proyecto mARTadero hace es generar “nuevas formas de hacer gestión cultural”, y con ello, la resignificación de una parte de la ciudad de Cochabamba.
Miguel Tapias, “don Fierro”
Nacido el 25 de junio de 1889 en Mataró –sí, quien luego construiría el icónico matadero– (España), Miguel Tapias y Pont fue parte de la ola migratoria hacia América de principios del siglo XX. Con promesas de trabajo, el año 1909, con solo 20 años, se embarcó hacia Buenos Aires, Argentina.
Pero durante el viaje, el destino hizo su jugada. La muerte de un pasajero, en pleno trayecto, dejó a su viuda e hija solas para llegar a su destino, la ciudad de La Paz, en Bolivia. Conmovido, el joven Tapias se ofreció a acompañarlas, gesto que despertó tal gratitud en la doliente señora –según García, abuela de Carlos Mesa Gisbert– que lo ayudó a conseguir algunos trabajos, despertando en el español, un todavía inmaduro deseo de quedarse en nuestro país.
¿Cuál fue el factor decisivo? Probablemente solo Tapias y sus seres más cercanos lo supieron, pero después “de varios años en la Sede de Gobier- no, decidió mudarse a Cochabamba, iniciando una exitosa carrera como constructor y empresario” (García 2009: 23).
Con el tiempo, logró reunirse con su esposa, María Vilagrasa Ribas, y el resto de su familia directa, en su nueva patria (a la natal no la llegaría a pisar nunca más).
Ya en la Llajta, Tapias dio inicio a una prolífica labor en el campo de la construcción, ello a pesar de no tener un título de arquitecto –en los anuncios publicitarios se presentaba como “constructor”–, cosa que no impidió que fuera señalado como tal por publicaciones de la época, que reconocían su contribución al embellecimiento de la ciudad con llamativas obras.
Fernando García rescata la siguiente descripción, contenida en el segundo tomo de “El Libro Hispano-Americano”: “Desde su llegada a Bolivia en el año 1909, don Miguel Tapias (...) desplegó en todas sus actividades un entusiasmo tal que, en el presente, su nombre, figura en calidad de socio activo en varias firmas comerciales importantes de la ciudad de Cochabamba, además de su labor como constructor de la cual hay innumerables pruebas en esa ciudad, entre las que se destacan los siguientes edificios construidos bajo su dirección: Matadero Público, Iglesia de las Capuchinas, Casa de las monjas Santa Clara”. A las citadas edificaciones se suman la casa Bickenbach (frente a la plaza 14 de Septiembre), el primer bloque de la Facultad de Medicina “Aurelio Meleán” (UMSS), la sede del Colegio de Arquitectos y la extinta Casa para el Poeta José Aguirre” (cerca de la plazuela 4 de Noviembre), demolida el 2007.
“Don Fierro” solían llamarlo sus hijos, debido a su carácter tenaz y firme. Aunque tuvo seis –Miguel, María, Óscar, Enrique, Jaime y Antonio– solo los cuatro menores llegaron a la adultez, y se involucraron en el oficio de su padre.
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