Se levanta de nuevo para mostrar La Paz, 40 años antes. En su casa, el pequeño José Luis agarra las cortinas que su padre jamás le deja tocar, las cuelga en el patio a modo de telón y, por diez centavos, los niños del barrio entran y se acomodan para ver la función. El joven artista presenta el espectáculo, se esconde entre bastidores, vuelve a asomar con títeres, luego se cambia de ropa y aparece tocando la batería (de ollas) de su mamá, después relata un cuento... Y recibe aplausos.
Con lo que gana, se compra revistas y, cuando ya las ha leído, saca una mesa y una silla a la calle, y las alquila a sus vecinos mientras hace sus tareas del colegio. Antes de que papá vuelva del trabajo, recoge todo y entra a casa. El progenitor no se entera de nada hasta muchos años después, gracias al silencio de la cómplice: su mamá.
Tercera escena. “Soy rockero y amo los títeres”. Además, adora la calle. “Es un espacio que cobija a todo el mundo, ahí está la vida”.
Egresó de Arquitectura. Era lo suyo, según una prueba escolar. “En ningún test te va a salir: titiritero”.
El T’ili Rock comenzó en Bolivia pero, desde hace tres años, lo representa más en el extranjero. Ya ha estado en Argentina y Chile, y tiene previsto recorrer toda América Latina. Dice que en el país —donde durante los 90 dio vida, junto a su esposa, al Taller del Barrio, un prestigioso grupo de títeres — los artistas callejeros son tratados como “delincuentes culturales”. Y él no piensa dejar las marionetas. “Aquí no me dejan trabajar”. Así que se ha hecho ciudadano del mundo. “Siempre hay otro lugar donde ser feliz”
No hay comentarios:
Publicar un comentario