El olvido está tan lleno de memorias —escribió el poeta uruguayo Mario Benedetti— que a veces no caben las remembranzas. En el fondo, dijo también el escritor, “el olvido es un gran simulacro” porque “nadie sabe ni puede —aunque quiera— olvidar”.
De esa curiosa y paradójica persistencia de la memoria en el olvido parecen estar hechos los cuadros que conforman la exposición de Erika Ewel que se inauguró el jueves 25 en la galería Arte Espacio de la CAF (Av. Arce 2915, San Jorge). No en vano se llama Registro del olvido. No en vano —en algún momento— la artista redimió del olvido esas líneas de Benedetti y las puso en la invitación a su muestra.
Hay una historia que está detrás de esta docena de cuadros. Un punto de referencia: la pérdida de la casa paterna, la pérdida del espacio en el que transcurrió la infancia, en el que sucedieron los hechos importantes de la vida. El hecho es real. Sin embargo —de cara a los cuadros que tiene ante sí el espectador—, importa más la metáfora que funda esa historia. Esa metáfora que nace de la pérdida —es decir del olvido— y del trazo —la memoria— que la registra.
Erika Ewel cuenta que antes de separarse de la casa paterna la registró fotográficamente con minuciosidad. Y sobre ese registro fotográfico trabajó las pinturas. No se trata, sin embargo, de un mecanismo en el que una (la fotografía) sirve de ‘modelo’ a la otra (la pintura). No hay nada mimético. En la obra de Ewel los pasajes entre fotografía y pintura han estado siempre abiertos y por ellos han fluido varios de sus mejores logros.
Se puede decir que el objeto del que nace la muestra ya está ausente, ya está perdido. La casa ya no puede ser aprehendida como una totalidad. Lo que queda de ella —y eso es lo que es visible para los visitantes de la exposición— son fragmentos, recortes de esa realidad: un rincón del jardín, una esquina de la casa, un poco de pasto contra la cerca...
“Me interesaba el sabor de lo antiguo, el sabor del óleo, el registro de lo antiguo; me interesaba la atmósfera de la casa”, dice Ewel sobre la factura de esta serie de cuadros. La elección del medallón como forma resulta entonces clara: se trata de un formato propio del siglo XIX en el que perduraban retratos y paisajes.
En esos formatos circulares —que tiene algo de ventana y por ello invitan a la mirada acaso indiscreta— Ewel trabajó con insistencia para lograr ese aire de antigüedad. “He pintado y he lijado una y otra vez —dice la artista—, cada cuadro tiene un montón de capas de óleo. Quería que se vaya notando el registro de la pincelada, del raspado.”
En cada uno de los cuadros —que tienen también un aire de miniatura prerrafaelista—, Ewel ha estampado con un sello un fecha determinada. Es un calendario de sucesos íntimos, una memoria de cifras vitales cuyo sentido último es, naturalmente, intransferible.
Pero esas fechas son también una intervención pictórica que rompe la ilusión de mirar esos medallones con ingenuidad. La pintura podría ser realista, pero no es la realidad. El olvido puede disolver la realidad, tornarla irreconocible, pero quizás no su huella, no su registro. La dialéctica entre la memoria y el olvido —y más aún su traducción a los lenguajes artísticos— es un proceso que no se resume en la mera nostalgia. Y la artista Erika Ewel lo sabe.
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