Alguien escribió alguna vez que no se debe culpar a un parque temático por no ser una catedral. Tampoco debería culparse a una catedral, entonces, cuando se convierte en un parque temático. Hace unos días acabó la novena edición del Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca “Misiones de Chiquitos”, que se realiza cada dos años en el oriente del Estado Plurinacional de Bolivia. Habrá que esperar hasta 2014 si uno quiere sumarse a este complejo entretenimiento que involucra cinco siglos de historias (así, en plural), el choque entre la música escrita de tradición europea y las reformulaciones doctas y no doctas en suelo americano, los procesos que condujeron y derivaron de la evangelización católica de los habitantes nativos, las nociones de autenticidad y de patrimonio, el rol del oyente, del esteta, del educador, del gestor, la idea de que el arte puede cambiar la vida y la idea de que la vida no debe estar al servicio del arte, el estudio académico de las manifestaciones artísticas de sociedades específicas en tiempos específicos, la construcción de la identidad a través de la diferencia, el valor de un artefacto llamado “cultura” en el mercado turístico local y global, el modo en que las relaciones de poder son capaces de encontrar nuevos trajes para mantener viejas formas de hegemonía, de control y de segregación social.
Pero, en cualquier caso, se trata ante todo de un buen entretenimiento: un parque temático montado en iglesias misioneras desparramadas en los llanos selváticos bolivianos con la concurrencia de lenguajes nativos, partituras recuperadas y el concepto ramplón -a la vez exquisito- de que la música sobrevive a pesar de todo, que la música siempre encuentra su modo de salir adelante. Como la vida, en el parque jurásico, otro parque temático, solo que con dinosaurios en lugar de indios y misioneros y órganos de trescientos años.
El relato es magnífico
Lo que tiene de bueno es que, reducido a unas pocas líneas, solventa un marco de escucha que es capaz de contener las expectativas tanto del iniciado como del recién llegado. El crítico Greil Marcus escribió que su método consiste en tratar a los eventos históricos como acontecimientos culturales y a los acontecimientos culturales como eventos históricos; en dejar que los términos de uno se vayan disolviendo gradualmente en los términos del otro. Los asistentes, participantes, involucrados y curiosos del festival barroco ponen en marcha un método parecido, aunque despojado de cualquier inquietud epistemológica: es lo que hay, y lo que hay es lo que es. La magia de la industria cultural, la magia del entretenimiento, permite que todos los tiempos se sitúen en el único momento que la industria cultural es capaz de reconocer: el presente.
Como hecho del presente, los nombres y los sucesos comienzan a intercalarse, a juguetear, a olvidar los trayectos inconclusos y conformar un paquete de significación cerrado, sin fisuras, éticamente neutro: Oye, querida, ¿quieres ir a la iglesia a escuchar un poco de Vivaldi antes de la cena? Como un gran director de orquestas dijo alguna vez: un poco de Vivaldi no le hace mal a nadie, ¿no?
Acá va la historia legítima. Los jesuitas llegaron al oriente del actual territorio boliviano en el siglo XVII. Levantaron misiones en Moxos, al norte, en el departamento del Beni, a partir de 1681; y en Chiquitos, al oeste de Santa Cruz, a partir de 1691.
En 1767 la orden jesuita fue expulsada de América por orden del Rey de España. En 1990 la Unesco declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad a seis pueblos de la Chiquitania: San José de Chiquitos, San Javier, Concepción, San Rafael, Santa Ana, San Miguel. La remodelación de las iglesias misionales (a veces la reconstrucción, pues el grado de deterioro era muy importante) arrojó un hallazgo: unas siete mil partituras de música compuesta entre los siglos XVII y XVIII.
“Las colecciones son tan ricas que podríamos tener festivales musicales cada año y aceptar en ellos solamente música que nunca haya sido escuchada”, señaló el cura polaco Piotr Nawrot, musicólogo, curador, director artístico del festival.
“Tomaría décadas presentar todo lo que los archivos musicales en Bolivia encierran en sí. En este aspecto (documentación musical), Bolivia es un verdadero campeón en América y uno de los líderes absolutos en el mundo”. Es un entusiasta y un convencido. Un creyente predicando.
En su aspecto formal, ¿música renacentista y barroca? Eso no importa. Las primeras notas que se oyeron -en la pequeña capilla de Los Huérfanos, en Santa Cruz- fueron de Mozart, que de renacentista y barroco tiene poco y nada. Aunque suene paradójico, la música es correcta pero no es lo más importante: no culpes a un parque temático ni a una catedral por no ser una sala de ejecución y escucha de música históricamente informada. Cuanto más grande es un festival (y éste es en su género el más grande del continente: en esta edición hubo unos 120 conciertos presentando a unos 700 intérpretes de casi veinte países en iglesias de una docena de pueblos del interior de los departamentos de Santa Cruz y Tarija), cuanto mayores son sus dimensiones, a un segundo plano más palmario pasa la música. No se busca la aprobación del crítico especializado sino la atención del recién llegado.
Los enterados prefieren las salas citadinas, no embarrarse hasta el cuello para llegar a las antiguas misiones. El espíritu misionero sigue siendo de evangelización, en el sentido que le daba hace unos años el crítico Simon Reynolds: Tienes que escuchar esto, vale la pena, no te arrepentirás.
Así, para el oído no entrenado, algunas músicas cautivan a primera oída y otras aburren hasta el fastidio. En un polo están el sentido de espectáculo integral de la Barroca del Suquía que conduce Manfredo Kraemer, o la precisión del trío de Hille Perl, Lee Santana y Julian Podger, o el merecido prestigio del Coro de Niños de Poznan; en el otro polo, algunas misas medioevales que vuelven a convertir el parque temático en catedral.
La mayoría queda a mitad de camino: música cuya escucha exige la comprensión de ciertos códigos que buena parte de los oyentes no posee, pero presentada de tal forma -a través de cierto contexto creado por ese relato magnífico- que a uno le permite reducirla a su aspecto más coloquial: me gustó o no me gustó. Sacando algunas misas medioevales, gusta y se disfruta.
Hay que pensarlo así: 130 músicos interpretando una ópera -escrita por un autor anónimo en una misión jesuita hacia el siglo XVIII- en el atrio de la iglesia reduccional de San Ignacio, a casi 500 kilómetros de Santa Cruz, ahí nomás de Brasil, no son cosas que se vean (o se escuchen) todos los días.
Esta ópera, por ejemplo, conduce a otras preguntas que encuentran respuesta cuando se recuerda el juego de Marcus entre cultura e historia, un entretenimiento que solo es capaz de reconocer un único tiempo: un presente que asume todas las versiones del pasado.
El manuscrito indica que la obra debe interpretarse con dos violines y un bajo continuo; el cura Nawrot, quien hizo esta edición en base a otras ediciones, incluyó coros en lugar de solistas, además del resto de la orquesta.
¿Cuán históricamente está informada esta música?
¿a alguien le importa?
Seguramente a musicólogos, estudiosos y eruditos, pero están en minoría en el parque temático.
Esta ópera del siglo XVIII, curada con un criterio cuestionable en el siglo XXI, es un acontecimiento del presente. Historia y cultura se entremezclan, chocan, se anulan, se cruzan las efemérides de manual de texto y las noticias del periódico: la segunda sonata para violín de Giovanni Battista Fontana, los médicos bolivianos en huelga, un villancico de Antonio Yanguas, la marcha indígena por el Tipnis, todo forma parte de una misma unidad, un mismo sistema. Se escucha la segunda sonata de Domenico Zipoli y luego se escucha a los habitantes de la Chiquitanía diciendo que son cambas y no collas, que “arriba” los ignoran, que el narcotráfico brasileño está cambiando el ritmo de esos pueblos unidos por caminos de tierra roja. Luego, un cuarteto holandés toca a Johannes Martini y a Cipriano de Rore. Y así.
Una decisión atractiva es que todos los intérpretes deban incluir en sus repertorios al menos una de las obras compuestas en las misiones. Siempre es interesante escuchar cómo músicos con diferente formación y de diferentes tradiciones (nacionales, estéticas, etcétera) resuelven estas piezas.
También están las historias de los músicos de estos pueblos. No hay muchos casos, en el continente, de misiones que luego de la expulsión de los jesuitas siguieran habitadas, que continuarán o formarán sus propias tradiciones, que dieran paso a pueblos o pequeñas ciudades con la estructura misional como centro simbólico y arquitectónico. En la Chiquitanía sí sucedió.
Quizás el mejor ejemplo sea el pequeño, lejano, bello pueblo de Santa Ana. La Iglesia, por ejemplo, fue construida unos cincuenta años después de la expulsión de los jesuitas. Fue levantada por las mismas personas del pueblo y todavía ahora hay quien se ríe de las vigas un poco chuecas. Estas personas resguardaron y recrearon las músicas, las proyecciones nativas de los ritos traídos por religiosos europeos. Se traspasaron de viejos a jóvenes, de generación a generación; a veces copiando las partituras, a veces valiéndose de la memoria, de la transmisión oral. Si alguna vez están en Santa Ana, pregunten por Luis, quien cuida la iglesia, el último en aprender a tocar el violín antes de que su pequeño mundo cambiara: antes de la Unesco, antes de las fundaciones, antes de los turistas, antes de que esos cantos (sus versiones de la misa, en latín y chiquitano, tocadas con bombo, tambor y violín, en compañía de las viejas del cabildo, las azucenas) se convirtieran en patrimonio cultural. Luis les contará cómo aprendió a tocar el violín, cómo aprendió a afinarlo (usando un fraseo acerca de borrachos y tragos), por qué se toca tal cosa en tal fecha y por qué esa música es mucho más que música: por qué funciona como cohesionador de una comunidad.
Y a la vez, la música se presenta como una oportunidad. El sonsonete punk acerca de hacerlo por uno mismo, de construirse su propio futuro, es para muchos chicos de estos pueblos no una opción sino la única vía de escapar a su destino de clase, su destino de casta (las castas siguen siendo la base de la estructura social boliviana, pero no es algo bonito para mencionar en un parque temático).
Aprenden a tocar sus instrumentos de oído, absorben lo que pueden, preguntan a los participantes que el festival trae de parajes remotos, a veces se agencian un curso, una lección, un truco, se lo pasan a otros, y entonces tocan. En contra de todas las apuestas, de todos los destinos de clase y de casta, tocan.
Un parque temático no es una catedral. Y ninguna catedral se acerca siquiera a un buen parque temático. Entremedio, se cumple la regla de los dinosaurios inventados por ingeniería genética: la vida se hace camino.
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