Salvado el primer momento de estupor en el público, los actores hacen ver que sí que es interesante el tema: la diplomacia, en aquellos tiempos y esos lugares lejanos, se parece mucho a lo que suelen hacer aún hoy los embajadores de ciertos países: perder el tiempo en bailes y recepciones, coqueteos y orgías, desfiles y condecoraciones. ¡Eureka!
Una cosa es, sin embargo, hallar la punta del ovillo y otra tratar de encontrar el meollo del asunto que justifique casi dos horas de representación.
En verdad, hay que sacarse el sombrero, y no por diplomacia, ante estos actores. Gracias a ellos se hace sostenible la obra, pero tampoco son magos y luego de momentos muy bien resueltos, dinámicos, divertidos, el ritmo decae y algunos espectadores aprovechan para el mutis.
Se podría aplaudir el uso de recursos para, con sólo tres actores y en un espacio bastante clásico en su escenografía, abrir ventanas a la imaginación y dar la sensación de multitudes, de salones de fiesta, tropas, etc. Pero si todo ello no ayuda a conectar con el público, qué frío de grados bajo cero
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