La puesta en escena, dirigida con mano maestra por Porfirio Azogue, va aclarando los grandes temas encerrados en el texto de Ott, que encierra muchas delicias a lo largo de la obra: el abuso de poder, la inmigración, la corrupción, la arbitrariedad. El mundo de la pasarela, el universo que todos sospechábamos o intuíamos, se desvela muy ácido ante los ojos abiertos del espectador. La obra, como un mecanismo de relojería, va directa hasta un final, que tiene un deje moralista, cuando finalmente la sombra de la conciencia alcanza a Mary Carmen y le quita el alma cuando llega a la cima.
Decía el premio Nobel Derek Walcott, a quien Ott debe mucho, que toda forma de cultura es una forma de resistencia al poder, es decir, “que la única conducta decente es combatir el poder. Así, el poder en nuestros países se asegura que no tengamos una gran cultura. Allí comienza la dominación. Salimos de una forma de colonia a otra y la peor es la que ejercemos en nuestras familias, con nosotros mismos".
Y, justamente de eso se nutre la obra, de la dominación interna, del peligroso conformismo, de la ruina moral a que nos lleva la sociedad actual. El retrato de Mary Carmen, la mujer guapa de Clarachuchío, que utiliza su cuerpo y se olvida de su moral para ascender en la sociedad, que sigue los cánones de una moda impuesta con arquetipos de belleza extraños.
Lo que asusta de esta obra es que, finalmente, todos acabamos retratados en ella.
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