Según el propio Raúl, la dureza de la tierra y la ingratitud de la mina, la felicidad familiar que conoció de niño en Oruro, la pasión por el arte que le despertaron Van Gogh, su hermano Gustavo y acaso un tío abuelo, pintor e imaginero, además de la partida a Jujuy, cuando su niñez terminaba, fueron cruciales para su obra pictórica. Ésta, posiblemente, no hubiera emprendido el derrotero que tomó sin el dolor incurable que le provocaron la migración, la conciencia de las calamidades que sufren los más débiles o la forzada desaparición de un hermano. Fue en Argentina, entre 1953 y 1964, donde se formó como artista, hizo sus primeras exposiciones y entró en contacto con jóvenes que compartían tanto su inquietud estética como la causa de los trabajadores, asociándose a ellos en la Sociedad Estímulo de las Bellas Artes y en 1958 al grupo Espartaco.
En la exposición que, a modo ahora de póstumo homenaje, le dedicará el Tambo Quirquincho de La Paz, tendremos la rara oportunidad de apreciar algunas de sus obras tempranas: intimistas paisajes, pequeños retratos, audaces escorzos y témperas que dejan aflorar su simpatía hacia los más humildes. Todas ellas dan fe de las vivencias aquilatadas en su segunda patria y algunas resurgieron en 2005 en la muestra Buenos Aires, veinte años después, su reencuentro con el público argentino.
Jujuy
Vuelto a Jujuy, junto a sus entrañables hermanos, estableció Raúl un taller y una galería de arte, además de fundar —animoso como siempre fue— una agrupación con otros artistas locales. Por aquellos años, se entregó a una infatigable trabajo, aplicando las más diversas técnicas —óleos, sanguinas, tintas, acuarelas, heliocopias…— a obras que, como en la serie Los piojosos, reiteran su compromiso con los desheredados o prueban, como testimonian las témperas ejecutadas hacia 1966, su interés por el Picasso de los últimos años unido al carnaval y los toros, temas que remiten a sus orígenes orureños y se harán recurrentes desde entonces.
El afán experimentador aplicado a tales piezas, en donde los más intensos colores se combinan con trazos bravíos, vuelve a repetirse una década después, alentado entonces por el contacto con la descarnada y visceral pintura de Francis Bacon. Nunca como entonces se mostraron tan torturadas sus formas, enclaustradas en espacios indefinidos e imagen del sufrimiento de los compatriotas que, hacinados en la estación ferroviaria de Jujuy, mendigaban trabajo.
Tales pinturas, de manchas intensas y contornos precisos, convivieron en la década de los 70 con aguadas a tinta de tonos mortecinos. Coincidían éstos con la lúgubre atmósfera que para entonces respiraba Argentina, atenazada por una dictadura militar que, entre miles de víctimas, se tomaría a Jaime, el hermano, cuya desaparición en 1976 desgarra hasta hoy la memoria de los Lara. Tal dolor, junto con el atisbo de la reinstauración democrática en Bolivia, le hizo retornar en 1979, dejando atrás amigos y reconocimientos.
El reencuentro con el país estuvo marcado por la participación en concursos y por exposiciones que le hicieron acreedor de prestigiosos galardones. Desde entonces, repartió su actividad creativa entre La Paz —en donde también ejerció la docencia universitaria—, Oruro y Cochabamba. En la primera concluyó series empezadas en Jujuy, como Escatológica o Tembladerani, probándonos, como diría él mismo en una entrevista publicada en Presencia en 1989, que podía pintar mil veces lo mismo sin nunca repetirse, y también que, para un gran artista, no hay tema —por sórdido, local o banal que pueda parecer— indigno de ser tratado.
Entregado como estaba en cuerpo y alma a su oficio, vivió perfeccionando en un renovado acto de amor su pintura. En ésta, podemos advertir una transformación paulatina desde los tonos agrisados y ocres de su etapa argentina —presentes todavía a comienzos de los 80, cuando sus protagonistas eran los cansados transeúntes de la plaza Pérez Velasco, hasta la brillantez de los turquesas, cobaltos, fucsias y magentas de este milenio. Acaso una mirada más ilusionada ante la vida, la sabiduría que atesoran los años gozados en apasionada tarea, la memoria despierta por el Carnaval de Oruro y los alegres coloridos de los tejidos andinos hayan contribuido al candor de sus niños y a ese enriquecimiento cromático.
En los lienzos de las últimas décadas, una paleta exuberante de azules y rosados en los más audaces matices se combina con un dibujo que se vuelve, a voluntad del artista, firme y preciso cuando muestra lo tangible de la realidad conocida o delicado y evanescente en sus criaturas más tiernas.
Se trata de una obra indisolublemente boliviana en el color de sus fiestas y en el contraste entre éstas y la dureza de la vida cotidiana. Como señalan Luis Ramiro Beltrán y Teresa Gisbert, son corpulentos mineros y campesinos de tez cetrina, emigrados a la ciudad en busca de oportunidades, los protagonistas masculinos de los cuadros de Lara. Junto a ellos, tentándolos, seduciéndolos, ignorándolos o acompañando su silencio, aparecen mujeres provocativas e inalcanzables, de piel bronceada unas veces y nacarada otras, o melancólicas niñas de miradas vagas hacia sus compañeros de lienzo, pero insoslayables hacia nosotros, los espectadores, a quienes contemplan e interpelan, al igual que los personajes velazqueños, desde el misterio de su espacio.
En tal confrontación de sexos y tipos humanos, se tiñe de fantasía la pintura de Raúl Lara y trasciende fronteras nacionales. Sus pinceladas delicadas, precisas y pausadas no pintan la realidad en una forma objetiva y fáctica, sino que la reinterpretan y filtran en el tamiz de los sueños y deseos, de lo temido y lo amado. La fértil imaginación del artista combina en forma caprichosa lo real y lo fantástico, lo conocido y lo soñado. Por eso sus personajes no ocupan lugares definidos ni pertenecen a tiempos precisos, como ya entendieron el argentino Aldo Galli y el poeta orureño Benjamín Chávez, quien enmudece ante su estilo inefable. Pueden traspasar siglos y territorios que nunca conocieron, como le sucede a su Van Gogh cuando visita Oruro, o pueden ocupar cubículos cuyos techos y paredes parecen incrustados en un paisaje que no les corresponde, como sucede en tantas de las obras pintadas tras 1984, en las que el límpido paisaje adquiere tintes dalinianos. Pero también, si el sentimiento lo requiere, éste alcanza tal atmósfera y se extiende en tan majestuosos cerros o húmedos valles, que nos subyuga su magia.
Maestros
Y es que la pintura de Lara tiene algo del candor y del vivo colorido de Chagall, de los paisajes infinitos y del dibujo preciso de Dalí, de la vitalidad de Picasso —a quien homenajeó en 1981 con motivo de su centenario—, o del erotismo de los más audaces maestros del género; pero también, en la magistral aplicación de las pinceladas, en lo vaporosas que llegan a ser éstas, en la luz de sus cuadros, hay mucho de aprendido de Velázquez y Goya, como bien se advierte en los deslumbrantes lienzos que retratan a sus seres amados y en los pintados el 2000 en Cochabamba.
Varios han sido, en efecto, los maestros que inspiraron el trabajo de Raúl Lara. Las influencias de índole social que, a través de Alandia Pantoja y los muralistas mexicanos, moldearon su estilo en sus primeros años, dieron paso a otras en las que las preocupaciones formales resultan esenciales. Por encima de todo ello, siempre se alzó la devoción profesada desde niño a Van Gogh, el holandés compasivo con los mineros belgas. No sólo le evocó en 1978 al pintar —con extrema ternura— los primeros Zapatitos de su hijo, sino que le dedicó el 2003 la más fascinante y grandiosa de sus series y le convirtió en el protagonista del relato de un maravilloso encuentro que, además de ser un sentido homenaje a su hermano Jaime, es un personalísimo manifiesto estético.
Aún así, la admiración profesada hacia ese u otros artistas, lejos de convertirse en estéril dependencia estilística, fue para él un fermento incesante de creatividad y acicate para la consecución de un estilo inconfundible e irreductible a modas pasajeras. Su integridad personal, su vocación para enseñar, su pericia técnica, su lucidez y perspicacia, su pasión por la vida y entrega al arte, le convirtieron en el indiscutible maestro al que honramos por su dedicación y por cuanto nos ha regalado.
Tan rico y diverso arte mal puede encerrarse bajo una etiqueta estilística, a pesar de que el mismo Lara se identificó varias veces con el Realismo Mágico, alentadas como están las obras de las últimas décadas por una libertad creativa absoluta; pero no tendríamos una visión completa de este artista si ignorásemos las tendencias realistas y sociales que animaron desde un inicio su trayectoria, inspirada siempre por su generoso deseo de llegar con lo mejor de sí a todos los seres humanos.
Con todo, su desafío siempre fue que los elementos de la pintura y los planteamientos estéticos “superaran al tema por su fuerza”, según afirmó en 1989. Estimamos que es, en verdad, ahí donde reside su originalidad y excelencia. La incesante exploración de la forma y sus valores pictóricos —trazo, color, tono, matiz, volumen, espacio, atmósfera, intensidad, pincelada, toque…— han hecho de su estilo algo inconfundible y referente esencial para los más jóvenes.
Así, entre los reinos paralelos de lo real y lo onírico, sin venderse a modas o hacer concesiones a espurios intereses, se ha expandido hasta hoy, sabia, exquisita, libre y serena, la pintura de Raúl Lara, maestro universal y pilar incólume del arte boliviano. ¡Descanse en paz y gozando de la compañía de todos cuantos amó en su peregrinar por la vida el alma de este artista y hombre bueno!
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