La puerta mira al este (N.d E. los arqueólogos sostienen que no está en su lugar original, que simplemente la emplazaron allí una vez que la encontraron tirada en el piso del sitio milenario). Un llamativo y delicado friso ha sido tallado hábilmente por anónimos artistas tiwanakotas a lo largo de su dintel. La característica más destacada del friso, en su centro, es una intrigante figura antropomórfica erguida sobre una pirámide escalonada. Se cree que esta figura representa al creador del mundo andino y maestro del sol, del viento y de la lluvia. Los ojos del creador están vueltos al este, fijos en el sensacional nevado Illimani, cuyos picos eternamente pintados de blanco besan el cielo azul cobalto de los Andes con su altitud vertiginosa de 6.438 metros sobre el nivel del mar.
Al avanzar la tarde, la faz nevada del Illimani se ha teñido de un color dorado con los últimos rayos de sol del atardecer.
Mientras mis ojos se deleitan con este magnífico panorama, me viene a la mente la imagen del monte Fuji. Hace poco he visitado Japón, donde contemplé el monte Fuji a la puesta del sol y en este momento, sin saber cómo, las imágenes del Illimani y Fuji se juntan en una sola y espléndida visión.
El Illimani es un ícono para los bolivianos, como el Fuji es para los japoneses. Desde tiempos antiguos, estas dos montañas fueron veneradas de modo que, más que lugares geológicos, son formas sagradas profundamente enraizadas en la psique de las dos naciones. Desde hace tiempo he admirado los grabados en madera japoneses llamados ukiyo-e, literalmente “pinturas del mundo flotante”, y también me familiaricé con Katsushika Hokusai, el exponente máximo de este arte. Hokusai, “el viejo enfadado con la pintura”, como le gustaba llamarse a sí mismo, era un maestro de pinturas paisajistas en el estilo ukiyo-e y, a principio de la década de 1830, creó una serie de las pinturas más célebres, llamadas Treinta y seis vistas del monte Fuji.
Hokusai presenta el monte desde diversos puntos de vista geográficos, en diferentes estaciones y a diferentes horas del día.
Su obra maestra es el grabado Bajo la ola de Kanagawa. En éste, el monte Fuji es un espectador lejano de un drama que se desarrolla bajo una ola gigantesca que desgarra furiosamente el cielo. Tres delicados barcos parecen estar a punto de un naufragio y de ser tragados por la ola amenazadora. Hokusai representa así, genialmente, la fragilidad de la vida humana cuando se confronta con el poder de la naturaleza. En contraste, un sentido de serenidad tranquila emana del grabado con el delicado nombre de Viento del sur, amanecer claro. Hokusai hace de un monte Fuji rojo el elemento dominante del diseño, armonizado impecablemente con capas de nubes cirrocúmulos dibujadas en un fondo de un tranquilo cielo azul.
Tenía en mente estas vistas creadas por Hokusai al enfocar mi cámara fotográfica en un Illimani que brillaba con tonos rojos y anaranjados. En ese momento me di cuenta de que yo también quería documentar la interacción entre el Illimani y la tierra, el cielo y la gente que vive y muere bajo su eterna presencia. A diferencia de Hokusai, opté por la fotografía como medio para capturar los cambios de temperamento del Illimani desde las perspectivas temporal y espacial.
Testigo de grandeza
El Illimani, visto desde Tiwanaku, muestra nítidamente tres picos alineados de izquierda a derecha; el Pico del Indio, el Pico Central, llamado también cóndor, y el pico Layka Khollu a la derecha.
En realidad, el nevado Illimani tiene seis picos; el más alto, el Pico Sur, fue conquistado con sacrificado esfuerzo por el inglés William Martin Conway y sus compañeros, una mañana de septiembre en 1898. Éste fue el primer acenso documentado a la cumbre del Illimani, sin embargo, el gigante andino ya había revelado anteriormente sus secretos. Después de llegar al Pico Sur, Conway descendió y se sentó a descansar. Su mano tocó algo blando y húmedo en una piedra cercana. Era una pieza de cuerda de lana tejida dejada por un escalador anterior. En honor a este escalador desconocido, pero seguramente nativo, Conway nombró el pico más cercano al lugar, Pico del Indio. El lente de mi cámara enfoca al Pico del Indio y me invade un gran deseo de escalarlo, de pisar sus glaciares y de observar el mundo andino desde su cumbre. Me maravillo de la interacción del Illimani, la geografía de los Andes y sus habitantes.
El centro geográfico de Tiwanaku fue cuidadosamente escogido por su importancia simbólica y cósmica. Está situado entre las aguas sagradas del lago Titicaca al oeste y las cumbres del Illimani al este. Este alineamiento este-oeste sigue el recorrido del sol en el cielo, en el solsticio de verano, bajo la mirada vigilante del creador, el sol nace por detrás del Illimani y empieza su imparable peregrinaje al oeste.
En un día despejado, es posible ver el lago Titicaca y el Illimani si uno se sitúa sobre la pirámide de Akapana, la estructura más alta e imponente del centro ceremonial de Tiwanaku. Desde este centro de autoridad intelectual, religiosa y política emanó la influencia de esa civilización que culminó alrededor de los años 800 a 1000 años antes de Cristo. Después de todo, Tiwanaku era la Taypikala, la piedra del centro y el eje del mundo andino. La ciudad mítica era algo más que la convergencia en un punto geográfico, era el umbral de lo natural y lo sobrenatural, donde las fuerzas sagradas y seculares creaban una sinergia que se propagaba a los rincones más remotos del inmenso imperio.
Mientras contemplo sobre la cumbre de la pirámide de Akapana el esplendor de Tiwanaku, alcanzo a ver el Illimani, que de momento se asoma entre las nubes que lo entornan. Caigo en cuenta de que esta montaña ha visto el auge y la caída del imperio de Tiwanaku: su presencia perpetúa un repositorio de memorias inaccesibles del drama humano.
Cerca del Illimani
El Illimani está ubicado en el municipio de Palca (La Paz). Para llegar hasta él desde La Paz se puede elegir el camino hacia el sur, y arribar a Cohoni (35 km). Hay que calcular en total unas cinco o seis horas. El viaje es por tierra, hay transporte público, pero es preferible contratar una agencia que tenga vehículos 4x4 y sea capaz de organizar actividades: paseos de un día o trecking por los alrededores (cuatro días) y escaladas (cuatro días). Una opción la ofrece Lipiko Tours (www.lipiko. com), que, a través de Leonardo Sánchez, aconseja viajar entre junio y septiembre, “época seca, fría, pero de una luminosidad indescriptible”.
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