Debes amar la arcilla que va en tus manos, debes amar su arena hasta la locura y, si no, no la emprendas, que será en vano. Sólo el amor alumbra lo que perdura, sólo el amor convierte en milagro el barro....”, dice la canción del cantautor Silvio Rodríguez. En la voz del ceramista Mario Sarabia (60) adquiere tremenda profundidad cuando en el torno gira el barro al que sus manos le dan vida.
Mario es un constructor de sueños porque, además de haber concretado el de ser uno de los ceramistas más destacados de Bolivia con exposiciones en Francia, Estados Unidos, Inglaterra y Brasil, y que sus obras se hallen en colecciones de diversas partes del mundo, logró consolidar un anhelo familiar: su casa taller-galería, ubicada en la calle 4 de Mallasa. Una obra de arte viva que ha llegado a ser un atractivo turístico para los que pasean por allí, pues cualquiera puede tocar al timbre, entrar, ver y, si le gusta una pieza, comprarla. “Estudié museología en Nueva York, donde me fui a vivir a los siete años.
Cuando estaba de practicante en el Museo de Ciencias y Planetario de Miami, me dieron un curso de cerámica y, en el momento en que agarré la arcilla me enamoré, cambió mi vida y decidí volver a Bolivia y apostar por este sueño”, cuenta.
La fachada de la casa es blanca y en ella yacen figuras vidriadas de cerámica; en la puerta, una campana de metal funge de timbre; en el jardín, lavandas y jazmines perfuman las obras de Mario y las de su hija, María Julia Sarabia —también ceramista— emergiendo sobre el verde del pasto. Son una experiencia visual onírica.
En La Paz, dice, vivimos sobre arcilla, eso sobre lo que él estaba aprendiendo en EEUU. Así que, con 28 años, dejó todo allá para regresar y continuar andando por el buen camino que había emprendido.
En la alfarería es importante el sitio de trabajo: el taller. Y en sus primeros intentos, Mario se fue a Viacha a probar suerte. “Dejé una noche la arcilla y se congeló por el frío”. Rememora con una sonrisa las anécdotas de sus inicios. Otra de las historias que saltan del recuerdo del artista es que para financiar sus trabajos en cerámica tuvo que vender un proyector de diapositivas y una cámara de fotos que se trajo, en aquel entonces, desde Estados Unidos.
Los principios siempre son duros, pero traen consigo sus regalos. En aquellos años, Mario conoció a una chuquisaqueña que le robó el corazón y que lo apoyaría para llevar adelante su arte: Lourdes Giménez.
Lourdes (52) está en el taller de pintura de la casa rodeada de los frascos de colores que contienen los esmaltes para las cerámicas y de variedad de pinceles. Es muy amable y un poco tímida. Ambos supieron conjugar su amor, al igual que su arte. Están juntos un poco más de tres décadas y tienen tres hijos: María José (30), María Julia (28) y Francisco (14).
“Yo le pongo el color a las obras de Mario y a la vida”, explica Lourdes con voz dulce. A lo que el esposo agrega: “Muchas veces pienso que, si no hubiera sido ella, no hubiera alcanzado este sueño ni hubiera despegado como artista”.
Dentro de la casa, los espejos de diferentes ambientes llevan marcos de cerámica con las figuras y colores característicos de la pareja Sarabia, y los azulejos de la cocina y del baño también son de su autoría, lo que hace al hogar un sitio único.
La vajilla que usan padres e hijos es también de loza y, por supuesto, fabricada por ellos mismos.
Del estudio principal destaca su amplitud. Es allí donde también imparten clases de cerámica. El espacio se conecta con la galería en la que se exponen las obras de Mario y María Julia, y con la joyería donde se exhiben los trabajos en plata de María José, quien creó la línea Churka Desing. “Estudié joyería en París y surgió la oportunidad de hacer prácticas en joyerías como la afamada Chanel. Sin embargo, quería expresar mi arte como diseñadora y volver a Bolivia”, cuenta María José, más conocida como Churka por su rizado cabello.
María Julia interviene: también estudió afuera. Barcelona fue su destino. Pero ella prefirió dedicarse de lleno a la cerámica. “Siempre supe que quería ser artista. Me gusta este mundo y esta casa para mí es mi vida. La hemos ido construyendo entre todos y tiene algo de cada uno”.
En la casa, salta a la vista un torno a “patada” artesanal ubicado junto a otros tres eléctricos y muy modernos. El artesanal gira cuando Mario patea la rueda de cemento para colocar encima el barro.
“Yo diseñé este torno hace casi 30 años con la ayuda de un libro, y es el que me ha permitido concretar todos mis sueños, por lo que me siento afortunado. Vivo del arte y ha hecho que tenga la pierna derecha más gruesa que la izquierda”, bromea.
Y el torno gira y va transformando la masa de barro en platos, vasos, murales y adornos en los que abundan motivos andinos contemporáneos.
Para construir la casa, la pareja destinó los beneficios de cada pieza que vendía a la compra de puertas, ventanas, vidrios y otros materiales de construcción.
“Llevaba mis cositas a una u otra tienda y me hice amigo de un ceramista, Javier Núñez, que me abrió las puertas de su taller antes de que me mudara a Mallasa hace 23 años y tuviera mí propio espacio”.
Mirar al pasado y a sus inicios muestra un camino de esfuerzo inquebrantable. En otra de las habitaciones de la casa hay tres hornos americanos donde cuece la arcilla con radiación de energía eléctrica.
Cuando Mario comenzó, cocía sus trabajos en hornos de las ladrilleras de Viacha, lo cual se tornaba una odisea. “Llevaba cierta cantidad de piezas y me entregaban menos y, cuando reclamaba, me decían que se habían perdido”. Para acabar con ese problema, decidió crear su propio horno a gas. Al igual que el torno, un libro lo guió.
“Saqué las medidas y para armar la infraestructura tenía que comprar ladrillo refractante. Sólo contaba con un presupuesto de $us 100, insuficiente para toda la cantidad que precisaba”, rememora.
Pero la suerte lo acompañó y, cuando fue a la fábrica de ladrillos refractarios, el dueño, un alemán, le preguntó a qué se dedicaba y para qué necesitaba el material. “Fue increíble. Él me dio lo que necesitaba y, además, no me cobró. Y, cuando me puse a construir mi horno a gas y me faltó material, lo busqué y, una vez más, me tendió una mano”.
A Mario y Lourdes les tocó una tarea difícil ya que tenían que aprender a trabajar en ese horno, pero con la altura de La Paz, la altitud es un factor que influye en la combustión. Una vez más, la fortuna estuvo de su lado y obtuvieron los mejores colores: rojos, azules y verdes que hipnotizan.
Pero las casualidades no existen y las cosas sí pasan por algo. Mario y su esposa decidieron que el barrio de Mallasa era el indicado por las formaciones rocosas del Valle de la Luna, sitio que inspira a esta familia de artistas. “Es un lugar mágico y maravilloso con sus formas, que me llena de fuerza creativa.
Además, yo venía a estos lugares a recoger arcilla. Desde luego, no del Valle de la Luna, que es un sitio protegido”, explica, mientras dibuja el paisaje del que habla con las manos.
La ayuda económica de la madre de Mario permitió que adquirieran el terreno donde, ladrillo a ladrillo, la pareja edificó su hogar. Ellos mismos fueron los arquitectos.
La mística es algo intrínseco a los Sarabia y se plasma tanto en su vivienda como en sus vidas y palabras. “Mi casa es un reflejo de quién soy yo y quién es mi esposa, es el alma de mi familia materializada porque aquí trabajan mis hijas también y vive mi pequeño, que quiere ser futbolista, aunque nunca se sabe...”, dice Mario con una gran sonrisa.
En cuanto a su trabajo, hace énfasis en que está contando su historia y no imitando a las culturas del pasado, ya que es un artista contemporáneo. “En los dibujos sobre la cerámica, yo cuento historias, por ejemplo tengo como enfoque principal la conquista y en mi obra la llama, nativa de estas tierras, y los toros que llegaron con los españoles conviven armoniosos”.
Mario resalta que la cerámica es la inmortalidad del artista ya que dura entre 10.000 y 15.000 años. “Cuando un arqueólogo del futuro encuentre mis piezas no se equivocará en reconocer de qué época datan. La cerámica es un libro de historia indestructible”.
“He tenido la suerte de ver a mis hijos crecer a través de la ventana de mi taller mientras moldeaba el barro. He sido bendecido por los dioses”, afirma.
“Hay que guiarse por las corazonadas, sabía que esto me daría de comer”. Y, una vez más, la letra de Silvio Rodríguez se hace presente, pero escrita en una pared de la casa, en la que se lee: “Sólo el amor convierte en milagro el barro”.
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