Maravillada, la niña vio los pinceles y los colores, y una radiante mujer que la invitaba a pasar. "Me hizo un retrato a lápiz y me lo dio. Cuando tuve que irme, sólo pude pensar: ‘Yo quiero ser eso, yo quiero hacer eso’”.
Ese encantamiento o voluntad es un hechizo del que Graciela Rodo no ha podido ni ha querido librarse. A los 81 años, la genial artista, recientemente elegida por unanimidad como Premio Obra de una Vida, por la versión 64 del Concurso Municipal Premio Domingo Murillo, recibe cada día con el mismo deslumbramiento que, desde los más tempranos años de su infancia, descubrió que el arte era su camino.
Instalada en La Paz, después de casi medio siglo de vivir en París, Graciela renuncia a ser una leyenda por el seductor placer de seguir aprendiendo y seguir creando. Considerada una de las mayores y mejores exponentes del arte boliviano, se siente en una de las etapas más maduras y prolíficas de su vida. Inmensamente libre.
La prisa de crecer
Lo de Graciela siempre ha sido prisa. No, sin embargo, el apuro atolondrado, sino la ansiedad imperiosa de concretar un sueño invariable: el arte, su arte. "No sólo sabía lo que quería, sino sabía lo que era”. Siempre.
Sin conocer el cómo, pero presintiendo el qué, desde aquel encuentro furtivo con el conejo y el taller de la pintora, Graciela instó a sus padres a que le permitieran estudiar arte. Primero fueron los cursos de dibujo por correspondencia, que ella seguía con devoción mientras también pasaba clases de piano para continuar con la tradición familiar: su madre tocaba magistralmente.
A los 11 años, de la mano de su padre, recuerda el día en que tocaron la puerta de Juan Rimsa, el maestro lituano que daba clases de pintura a prometedores artistas como Gil Imaná.
"Un hombre grande, de barba y ojos azules nos invitó a pasar y nos dijo: ‘No enseño a niños, pero tengo a tres niñas con las que ella puede practicar’”.
Esas niñas eran María Esther Ballivián, María Luisa Pacheco y Norah Beltrán. "Iba todos los días después del colegio. Nos hacía dibujar naturalezas muertas. Yo veía la puerta y el taller de los grandes, y pensaba cuánto quería abrir esta puerta y entrar a ese mundo”.
Pero Rimsa partió y Graciela se quedó sin maestro. Sólo el piano conseguía calmar las ansias de no poder seguir haciendo lo que tanto quería. Un día, víctima de una gripe feroz, tuvo que quedarse en cama casi una semana. Fueron jornadas idílicas, en las que únicamente hacía lo que quería: dibujar y tocar el piano. Cuando el virus finalmente la abandonó, decidió que ya no quería volver a la rutina del colegio. Sólo faltaba convencer a sus padres de que se dedicaría a la música y la pintura.
Los padres terminaron aceptando, pero incluso el director del Colegio Alemán, donde estudiaba, quiso hacerla entrar en razón. "Yo también soy artista, pero el arte sólo es un hobby no puedes pensar en vivir de eso, te vas a morir de hambre. Tienes que estudiar”.
Estaba equivocado y era tarde: Graciela ya era libre.
Europa a cualquier precio
La misma persistencia que usó para convencer sus padres de que abandonaría el colegio, la usó para persuadirlos de inscribirla en la Escuela de Bellas Artes. Fue una tarea difícil, con escasos 13 años estaba por debajo de la edad mínima para ingresar. Sin embargo, ser la más chica no la incomodaba: la Escuela de Bellas Artes fue el inicio de una larga etapa de formación que la llevó luego a Chile, y a los 17 años, y sola, a Europa.
"Decidí que tenía que llegar como sea y cuanto antes a Europa”, recuerda. El sueño, algo alocado para esos tiempos y años de vida, estuvo a punto de concretarse cuando el escritor y político Roberto Prudencio, amigo de su papá, fue nombrado embajador en España. Los Prudencio se ofrecieron a tenerla con ellos mientras estudiaba piano y arte, y ya estaba Graciela alistando maletas cuando sobrevino la Revolución del 52. Entre los primeros tiros que se escucharon su papá le dijo: "Chiqui, eres la primera víctima de la Revolución. Seguramente don Roberto Prudencio ya no irá a España”.
Apenas unos minutos se tomó Graciela para entristecerse. "Igual iré a Europa”, pensó, y una noche de esas escuchó voces y risas en el dormitorio de sus padres, se acercó sigilosamente con su hermana y recibió la noticia de que su papá había ganado dos décimos del Premio Gordo de la Lotería. "¿Ves, papi?, estaba escrito que vaya a Europa”, fue su espontánea reacción. "Sí, Chiqui, vas a ir a Europa”, contestó el padre.
¿Cómo dejar a una niña ir sola a Europa?, ¿puede haber algo más loco y de tamaña irresponsabilidad? Pues sí.
Y era Graciela quien habría de comprobarlo: después de cuatro días por tierra llegó a Buenos Aires, y de allí, con una pequeña maleta, partió a Europa.
La idea era que estuviera en Barcelona, en un internado para señoritas, mientras aprendía algo de arte; pero el destino quiso que la joven llegara unas semanas antes del inicio de clases así que, habiendo escuchado que los estudiantes viajan por Europa conociendo de día y durmiendo en los trenes por las noches, dejó sus cosas en la casa de un amigo de sus padres, cónsul de Bolivia en Barcelona, y partió a explorar el viejo continente.
Génova, Nápoles, Roma, Milán y finalmente Viena fueron parte de la travesía hasta que, recién llegada a la capital austriaca se encontró con una amiga que le sugirió que se quede a estudiar en esa ciudad. "Me encantó Viena, por cualquier ventana uno escuchaba música, era un ensueño. Sin pensar mucho decidí inscribirme en el Conservatorio y quedarme”, cuenta.
Con esa libertad y simpleza con que solía tomar las decisiones, Graciela permaneció un año en Viena, estudiando primero música y luego pintura. Cuando tuvo que regresar por motivos económicos, lo hizo con la idea de volver cuanto antes. "Ya yo tenía fijado estudiar en París”, recuerda.
Así fue. Luego de cuatro interminables años en La Paz, en los que ni un solo día no dejó de pintar, Graciela consiguió irse a Buenos Aires, y de allí -después de otros cuatro años- pretextando que había obtenido una beca que nunca existió, partió a París con un cajón de obras y la seguridad de encontrar en ese esperado paso el futuro soñado.
Claude, París y la familia
Cuando, en 1961, Graciela, de 26 años, se desembarcó en Le Havre, la esperaba Claude Boulanger. Se habían conocido en La Paz, años atrás, cuando ella dio un concierto para un evento diplomático al cual el joven agregado comercial de la embajada de Francia había asistido. Se enamoraron y compartieron una linda relación hasta que Graciela decidió partir a Buenos Aires en busca de oportunidades. "Me encantaría ser tu agente”, le había dicho Claude el día en que conoció sus cuadros. Por eso, cuando después de algunos años de distancia retomaron contacto, lo primero que le comentó es que había mostrado su obra en Europa y que un curador holandés estaba interesado en armar una exposición en Amberes.
Graciela no perdió un minuto y sin pensarlo dos veces, vendió todo lo que tenía y después de mentir a su familia anunciando que había ganado una beca, tomó un barco rumbo a Europa. Poco después de haber realizado su primera exposición con éxito, ya se encontraba tomando clases de grabado en el taller del maestro Johnny Friedlaender, quien sería otro de sus maestros esenciales.
Un año después, en 1962, Claude y Graciela se casaron. Su primer hogar fue en El Líbano, donde su esposo cumplía una misión. Allí nació su hija Karine y después de tres años, ya de regreso en París, nació Sandra. Junto con el nacimiento de su segunda hija empezó la más dura etapa de su vida: su esposo enfermó gravemente de una hemiplejia de la que nunca se recuperó.
"Muchas veces, cuando una mujer que tiene una vocación artística y empieza a estudiar o practicar un arte, llega el momento en que se casa y, por lo general, deja o posterga lo que estaba haciendo. He escuchado miles de testimonios en ese sentido. Claro, todo depende de uno y de con quién se casa. Mi esposo, el primer día vino a mi casa en La Paz, vio mis cuadros y le fascinaron. Siempre me apoyó y ha sido una gran suerte tener un compañero que aprecie mi arte y que me estimule. En algún momento, cuando yo estaba medio desalentada, me dijo: ‘Sigue pintando, cada seis óleos que hagas te invito a un restaurante chino’. El sabía que en esa época era lo que más me gustaba. Después nacieron mis hijas, y cuando nació Sandra él se enfermó gravemente. Fue muy duro. Yo me preguntaba, ¿con qué voy a combatir la desgracia, con qué voy a luchar contra la adversidad, cómo voy a sacar a mi familia adelante?, ¿qué tengo? Mi paleta y mis pinceles, me dije, y no me voy a rendir. Poco después conocí a un famoso editor estadounidense de Lublin Graphics que me encargó grabados. Así, paso a paso, fui saliendo adelante, como artista, como mujer y como jefe de familia”.
Esa experiencia que definió su vida en los próximas décadas le dio a Graciela la confianza, y nuevamente la libertad creativa que necesitaba. "Siempre he tenido confianza. Yo diría que no en mí exactamente, sino en el arte. La convicción de que eso era yo, de que eso tenía que hacer, me ha dado mucha fuerza. Tal vez fui medio inconsciente, pero nunca he bajado los brazos. Al contrario, ni siquiera lo he pensado. Es ahora, recién, que lo pienso; cuando veo atrás y quiero explicar ciertas cosas. Pero ese momento lo he vivido instintivamente”.
Claude Boulanger nunca llegó a recuperarse. Intentó trabajar varias veces, administrando una galería de arte, pero no fue posible. Fueron años muy sacrificados para Graciela, que a las exigencias del cuidado de su esposo y la crianza de dos hijas pequeñas tuvo que sumar los pedidos de trabajos, especialmente para su editor norteamericano, y un intenso ritmo de exposiciones. Un periodo doloroso, en el que, sin embargo, le iba cada vez mejor artísticamente.
Cuando su esposo falleció, en 1979, sintió que una etapa de su vida se había cerrado abruptamente. Sus hijas eran apenas adolescentes y ella, con un taller de grabado propio en el que producía incesantemente, no podía parar.
Al límite
No se vaya a creer que en el sacrificio de Graciela hubo, alguna vez, queja. Todo lo contrario. Como cuando nació su hija Sandra, en casa, el mismo día en que su esposo se encontraba al borde la muerte en un hospital, a la aparentemente frágil y delicada artista siempre le salió el instinto de las entrañas. Nunca, dice, se ha detenido a pensar cómo ni por qué: desde la decisión de consagrarse al arte hasta la de continuar creando, aún en los momentos más tormentosos, todo fue instinto visceral y placer puro.
"A mí el quehacer artístico me divierte, en el buen sentido. Es un juego, es un placer. Cuando ves los colores, la paleta… todo es placer. La tela para mí es un espejo. Si un día estoy triste me saldrá algo triste, es como hablar, como sentir, como vivir. No necesito nada más. No hay mucho razonamiento; no quiero. Me gusta que las cosas salgan como tienen que salir; nunca hubo una intelectualización en mi obra, sólo una conciencia personal, un gran respeto. Porque hay que respetarse una misma, como ser humano, sin hacer trampa, sin engañar. Desde entonces hasta ahora, cada día, lo mejor que puedo, voy al límite. No hay nada que pensar”.
Por eso es que, si alguien pensó que en la obra de Graciela Rodo Boulanger hay un premeditado estilo que la lleva a recurrir casi invariablemente a los mismos personajes, está completamente equivocado. Lo que sucede, explica, es que esos rasgos, como la caligrafía que tiene cada uno, como la huella digital, son su recurso: ella misma.
"No es algo creado. Muchas veces escucho de artistas que se están buscando. Para mí es algo espontáneo, yo no puedo hacer otra cosa que lo que hago y como lo que hago. Nació en mí desde niña, siempre ha sido así. Al principio deficiente en técnica, pero así”.
Pero si el trazo de Graciela Rodo ha sido el mismo desde aquellos años en los que se inició -primero en el realismo y luego incluso en el cubismo, influenciada por las corrientes expresivas que la afectaban-, la artista nunca dejó de lado la curiosidad que la ha llevado a crear en todos los formatos y técnicas posibles. Desde el óleo, que se apropió de ella en la Escuela de Bellas Artes de Viena, hasta el grabado que fue la técnica descubierta, poseída y que le permitió la subsistencia en sus años difíciles; sin dejar de lado el collage, la acuarela, el dibujo a tinta, y la escultura y la cerámica, en los últimos años.
"Ser artista plástico implica que todo lo que uno ve y siente entra en uno, alimenta la creatividad y el deseo de traducir de manera material esas visiones. Para ello tienes una gama muy amplia de posibilidades del arte plástico: el óleo, la acuarela, la serigrafía, el grabado, la escultura, la cerámica… son medios por los que uno decide expresarse. Es como el alfabeto en un poema o novela. El privilegio de un artista plástico es tener una variedad de recursos”.
La infancia de la humanidad
¿Son todos niños los que pueblan la obra de Graciela Rodo Boulanger?, ¿son todos felices, acaso ingenuos? Rotundamente no. Aunque gran parte de su obra está habitada por figuras, aparentemente infantiles, no se trata en ningún caso de una obcecación con esta etapa de la vida. Visto de otro modo, y sin mayores meditaciones como suele ser todo en la artista, la presencia persistente de estas figuras sólo puede intuirse como una permanente e íntima añoranza con lo que ella define como "la infancia de la humanidad”, ese momento que transitamos fugazmente, pero que nos define para siempre, y al que todos, invariablemente, volvemos más de una vez.
"Uno siempre vuelve al momento de la infancia, aunque no al infantilismo. Somos como una tela blanca en la que se van grabando todas las emociones y sentimientos. Te puedes morir de 100 años, con miles de arrugas, pero ese hilito con el niño que fuiste nunca se habrá cortado. Para mí, el mundo de la infancia de la humanidad, del hombre, permanece, es imperecedero, y me hace abrir los ojos a todo lo que tiene relación con ello: la naturaleza, la música, el arte... Es un universo y un tema inagotable. No he querido perder el contacto con la infancia del hombre, del ser humano en este sentido”.
Es así que durante 70 años Graciela Rodo Boulanger ha retratado danzas, juegos, risas, pero también, amor, maternidad, dolor y misterio. Sentimientos humanos que son, en rigor, los que han alimentado su propia vida. No podía ser de otra manera.
Volver al principio
Como el día en que decidió que su obra no sería la misma sin el contacto con Europa, a los 70 años Graciela decidió que sus días necesitaban el abrazo caluroso y maternal de su tierra. Necesitaba volver para encontrarse.
"Aunque he vivido mucho tiempo en París nunca he llegado a sentirme francesa, a sentir que estaba en mi país. A pesar de que tengo el pasaporte, la nacionalidad, mi esposo, mis hijas mitad francesas, pensé que no quiero envejecer en un lugar que no es mío. Fue entonces que tomé la decisión de vender todo lo que tenía para regresar a Bolivia”.
Los recuerdos, la casa, la calle, lo que es cada uno, fueron su apuesta. "Yo no voy a volver a ver a París con nostalgia, porque aunque me ha ido muy bien artísticamente, allí he sufrido mucho la enfermedad de mi esposo.
No tengo un recuerdo, en lo personal, de una vida feliz en París. Por eso no extraño. En cambio, volver acá lo siento como volver a los brazos de mi madre. Aunque cuando volví ella ya había fallecido, yo sentí esa sensación de volver al nido. Hay algo que es la patria, el país de uno, las raíces, la infancia. Eso me trajo de vuelta y, como premio, descubrí la cerámica y a mi último maestro”.
Graciela se refiere a Mario Saravia. A poco de haber llegado a La Paz se interesó por la obra de este artista y como siempre había soñado en modelar, sintió que era la gran oportunidad, el llamado. "Tenía vergüenza, así que me hice llevar, de la mano, con una amiga. Cuando conocí Mario le confesé: quiero aprender a pintar”.
Graciela no siente otra limitación que la ocasional y excepcional, del cansancio físico. "En estos años últimos 10 o 20 años tengo una insaciable sed de aprender y hacer. Cada día me doy cuenta qué poco sé, creo que un artista nunca agota sus posibilidades. A mí me gustaría, por ejemplo, tallar en piedra, hacer monumentos, pero claro, ya no me da la fuerza física. Pero todo lo que tengo en mis manos lo estoy desarrollando, pinto dibujo, hago collages… Siempre es un placer”.
Inmensamente libre
Graciela Rodo quisiera prescindir de su cocina. No es que le estorbe, pero aunque nunca se ha ocupado en desarrollar dotes culinarias, preferiría poder ampliar hasta allí los espacios creativos instalados en su hogar.
La suya es una casa tomada: a excepción de una amplia sala por donde se cuela el tibio sol de invierno, y un comedor escoltado por dos inmensas esculturas de su autoría, toda la casa es un taller de arte. Hay un altillo donde la artista inicia temprano el día y donde, solamente en lo que va del año, reposan 45 nuevas creaciones, casi todas pasteles y óleos, fuertemente influenciados por sus recientes viajes a la India. También está allí una colección de dibujos sobre la maternidad, un tema que ha decidido explorar expresivamente.
"Me siento muy feliz. Siento que estoy en una etapa de mi vida en que he dejado que muchas cosas caigan por sí mismas. Siempre digo que el hombre es como un árbol, con raíces profundas, pero que crece constantemente.
Hay que podarlo, hay que sacrificar. Desde que empecé a sentir lo que yo quería, la primera rama que corté fue la del colegio, después tuve que sacrificar el contacto permanente con la familia y luego, con mi país. He ido siempre cuidando ese árbol, dejando atrás algunas cosas para seguir creciendo. Ahora siento que algo de eso he logrado. Me he despojado de prejuicios, de obligaciones, de preocupaciones que no valen la pena , para quedarme con lo esencial de lo que es el ser humano”.
Graciela Rodo deja que la luz blanca de la ventana de su taller la bañe pacíficamente. A su alrededor están regadas caprichosamente las obras que no se da tregua en crear. Sólo el infinito amor, admiración y paciencia de su hija Sandra hace posible contabilizar y catalogar toda una vida de incesante trabajo creativo.
Es una mujer que no ha dejado que la aten ni los recuerdos ni las nostalgias de lo vivido, sino un amor entercadamente optimista por las personas, por la vida. por el arte. Graciela es tiempo presente y libertad.
"Desde que llegué aquí por perseguir al conejo blanco, se me ha dicho qué debo hacer y quién debo ser; me han encogido, me han estirado, rasguñado y atrapado en una tetera, también se me ha acusado de ser Alicia y de no ser Alicia, pero este es mi sueño, desde ahora voy a decidir lo que pasa... yo forjo el camino”, dice Alicia, que se prestó la frase de Graciela Rodo Boulanger: una niña traviesa y soñadora de 81 hermosos años a los que hay que rendir tributo.
Premio a la obra de Graciela
Por voto unánime del jurado, la pintora Graciela Rodo Boulanger obtuvo el Premio Obra de una Vida de la versión número 64 del Concurso Municipal de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo. La creadora recibirá un galardón dotado de 28.000 bolivianos.
Según el acta, el jurado consideró "que la señora Rodo Boulanger es una de las artistas plásticas más importantes de Bolivia”. "Nació en La Paz en 1935, y es una de las artistas boliviana más reconocida en el exterior. Las técnicas empleadas por esta destacada artista incluyen, óleos, grabados, litografías, dibujos, acuarelas, collages y cerámica. Realizó más de 280 exposiciones de su obra en prestigiosas galerías y museos en los cinco continentes”, se lee en la nota de prensa.
En 1979, Rodo Boulanger fue escogida por Naciones Unidas para crear el afiche del año Internacional de la Infancia. En 1983, la Organización de Estados Americanos (OEA) presentó una retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno Latinoamericano de Washington DC. En 1990, su obra Primavera fue seleccionada por UNICEF como "imagen” y obsequio oficial para los presidentes en conmemoración de la primera Cumbre Mundial de la Infancia en Nueva York. Después, en 1991, recibió el Cóndor de los Andes, la máxima distinción otorgada por el Gobierno de Bolivia. Sus obras han sido adquiridas por importantes repositorios, como el Museo de Arte Moderno Latinoamericano de Washington D.C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario