Cuando uno ingresa al Teatro Achá queda cautivado por la magia escénica que envuelve a esta edificación.
¿Será la arquitectura colonial que data de 1578? ¿la tenue iluminación o el recuerdo de las obras y shows que se montaron sobre ese escenario y que calaron hondo en los sentimientos?, en fin, tiene un algo que hace caer
en su embrujo.
Esa magia también deslumbró a Walter Albarracín Orgaz, quien nació en esta ciudad en 1954 y desde niño
tenía la costumbre de ocultarse detrás de los telones del escenario para jugar, ya que sus padres, Pedro y Eva,
se encargaban del mantenimiento
y el cuidado de estos ambientes.
Como la mayoría de los jóvenes, Albarracín no tenía aún definido su futuro; alternaba sus obligaciones académicas del colegio Nacional Bolívar con su trabajo de tramoyista y encargado de luces del teatro.
En este trabajo tenía que dar rienda suelta a su creatividad, ya que si el elenco necesitaba luces de colores, él simplemente lo hacía... utilizaba algunas latas vacías de leche, en polvo, a las cuales instalaba un foco interior y tapaba con papel celofán.
En 1970, a sus 16 años, un llamado cambió la vida de Walter. El respetado maestro y coreógrafo de la danza Mario Leyes, necesitaba contar con un varón para la puesta en escena de la “Piama”, danza en la cual los participantes deben trenzar con cintas alrededor de un palo. Le ofreció a Albarracín sujetar el mástil y él aceptó.
En esa primera participación, Walter se sintió cómodo sobre el escenario; ahí se dio cuenta que quería formarse como bailarín. Leyes lo tomó como un alumno regular.
Poco a poco, la pasión por la danza se fue adueñando de su ser. Comenzó a profundizar sus conocimientos con una serie de cursos y talleres que realizó en el extranjero; logrando así, con el tiempo, ser el primer bailarín del ballet oficial de su maestro.
Albarracín quería aprender más e incursionar en otros géneros de baile, razón por la cual, comenzó a trabajar con su gran amiga Melo Tomsich, quien tenía una fuerte inclinación por la danza contemporánea. Esto solo fue el principio, pues a partir de ese momento las cosas se encaminaron hacia otros rumbos.
la llegada del amor
El joven bailarín conocería el amor de la mano de la reconocida cantante lírica y profesora de canto del colegio Laredo, Judith Carmona Corrales.
Su historia de amor comenzó en 1973
durante un viaje de trabajo a La Paz, ella por canto y él por el baile,
En la terminal de buses, la maleta de Judith daba claros indicios de estar con sobrecarga; Albarracín al ver que tenía dificultades para movilizarla se brindó a ayudarla, luego se despidieron.
Pero Cúpido les ofreció una segunda oportunidad y se reencontraron en la Alianza Francesa donde compartieron la misma clase. El amor surgió y luego de una década de enamoramiento se casaron en 1983.
Su hogar fue bendecido con la llegada de Leonardo, Noelia, Camila y Estela. Para esta singular pareja no existía mucho problema a la hora de recordar fechas especiales, ya que varios de los eventos familiares se realizaban un 21 de septiembre... el día de su boda, el bautizo de sus cuatro retoños, entre otros.
La infancia de los cuatro hijos de Walter y Judith no fue como la de los
demás niños, la mayoría de sus actividades estaba vinculada a la música
y el arte.
Disfrutaban de ver los videos de las grandes producciones musicales de Broadway, conocían y escuchaban las colecciones completas de sus padres de música clásica.
Por decisión familiar, todos debían aprender a tocar un instrumento
musical y, además, estudiar baile
junto a su padre, quien fue una persona que marcó la vida de sus hijos.
sueños que hacen realidad
Con el paso de los años, Walter Albarracín, conocido como Waltico en el mundo del espectáculo, se especializó en la técnica del jazz, logrando ganar un espacio y el respeto del público
cochabambino.
Entre sus logros más importantes
se encuentran el trabajo que realizó como primer coreógrafo de Tra la la
y Champagne Show, dos café concert de reconocida trayectoria en el campo artístico. Se quedó junto a ellos durante casi 10 años.
En 1988, Albarracín comenzó a dictar clases de jazz y la idea de abrir su propia academia comenzó a tomar fuerza. No tuvo que esperar demasiado para materializar su proyecto, ya que su esposa vendió su piano de cola para apoyar el sueño de Walter.
En 1989 abrió las puertas de “Dance Studio Jazz” y durante 25 años se encargó de formar a varias generaciones de talentosos bailarines. Cada año,
realizaba la presentación de dos espectáculos de baile con sus alumnos, precisamente en aquel escenario que lo vio nacer como bailarín y que le dio tantas alegrías.
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