Uno de los tantos acontecimientos que Julio Cordero perpetuó con su cámara fotográfica fue el Carnaval de antaño de La Paz, esa fiesta que también vivió intensamente y que hoy, a punto de cumplir los 77 años, recuerda con gran precisión y nostalgia.
Es que el hombre que representa a la tercera generación de los fotógrafos Cordero vivió el Carnaval desde que tenía cuatro años, cuando su madre lo llevó al Corso Infantil de 1943 disfrazado de cusqueño.
"Todavía guardo ese traje”, dice.
"Cuando cumplí 15 años comencé a participar en el Carnaval de los mayores. Me vestía de pepino. Mi padre me compraba cada año un disfraz y me iba a la América”, continúa.
Es que entonces, a mediados de los años 50, la farándula de los mayores, conocida como la Entrada del Pepino, comenzaba en la avenida América.
Julio llegaba al lugar para reunirse con los amigos de su grupo, el Sporting Club. Iba bien armado: un matasuegras, un chorizo en mano, una gran dotación de serpentinas, mixtura y agua de colonia para rociar a los espectadores. "Entonces no se mojaba a la gente con agua, se la rociaba con agua de colonia que llegaba de España o Francia”, cuenta.
Una banda de músicos acompañaba el recorrido de los comparseros que pasaban por las calles Evaristo Valle, Comercio y Ayacucho, y llegaban hasta la plaza Venezuela. Desde ahí seguían hasta el final de El Prado, a la plaza del Estudiante, donde terminaba su desfile.
En el lugar cada carnavalero decidía hacia dónde dirigirse. La mayoría optaba por algún baile. Entonces se organizaban por decenas en grandes salones como El Fantasio, el Club 16 de Julio, el Club Ferroviario, el Teatro Municipal, el Hotel Torino o en el Tumurama, conocido hoy como el Tambo Quirquincha.
"Al Tumurama iba a bailar la gente del pueblo. Lo más hermoso eran las concertinas que venían de todos los barrios. De la Illampu, de Chijini, de la zona norte”, recuerda Cordero.
Los conjuntos más populares amenizaban los bailes. Cordero menciona a Fermín Barrionuevo, a los Hermanos Molina, a la Orquesta Mariaca y a los sampoñeros de los canillitas, "que ponían a bailar a todos con su sicuriada”.
Una de las grandes tradiciones de antaño era nombrar madrinas, jovencitas que tenían el honor de recibir en su casa a los comparseros, a quienes atendían con gran dedicación ofreciéndoles deliciosos banquetes y refrescantes bebidas.
El Carnaval se prolongaba prácticamente por una semana y cada día se iba a celebrar a la casa de una de las madrinas. "Nos invitaban picantes, lechones y las infaltables humintas, que acompañábamos con refrescos y ricos cócteles”, cuenta el fotógrafo.
Pero las carnestolendas tenían que terminar y lo hacían el Domingo de Tentación. Entonces los comparseros se reunían en la plaza del Estudiante, donde, una semana antes, había terminado la Entrada del Pepino. Allí se hacían de un pepino de trapo destrozado y comenzaban a arrastrarlo, "subiendo El Prado hasta llegar a la calle Evaristo Valle y luego la avenida América”.
Ya en el lugar, la multitud de carnavaleros se dirigía hacia la calle Figueroa, donde había un barranco que llamaban el "fin del mundo”. Allí tiraban al pepino destrozado.
Pero la fiesta no terminaba, los dolientes del pepino subían bailando hasta el Cementerio General, donde se encontraban con los ch’utas. "En todo el recorrido los ch’utas se nos unían y subíamos hasta el Cementerio. A eso de las 19:00 bajábamos a bailar en algún salón, hasta cansarnos”, rememora Cordero.
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