Zamorano, apoyado con el violín que se convierte en el hilo conductor de la trama, desnuda la historia reciente de Chile y la idea de la patria, desde el color de la bandera, la acera en La Alameda, el viejo que sueña, la mujer que espera, el tropiezo de un niño, el baile en la plaza, hasta el dolor de las cicatrices abiertas de la dictadura de Augusto Pinochet.
La apertura recuerda a los mimos y el baile de cervatillo imita al famoso fauno de Nijiski, bajo las notas intensas del violín.
Es sólo un preámbulo. Las franjas de luz horizontal que recorrerán el escenario en el sentido de las agujas del reloj marcan sutilmente el cambio de escena y de temática. El cuerpo es la herramienta para presentar un panorama nacional desde la visión de un joven del nuevo siglo.
Zamorano evita caer en generalidades y mucho menos en chichés. La palabra es complementaria, casi innecesaria, porque los brazos doblados, la cabeza agachada o las piernas alargadas, ya han contado gran parte de la historia.
La obra es uno de los trabajos más finos que se presentaron en esta versión del festival de teatro cruceño.
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