Aquella noche, pude observar la gracia y belleza, pero esta vez no eran de las montañas, los sembradíos, las iglesias coloniales o la árida tierra de un pueblo lejano y olvidado de Oruro, simplemente fue la sonrisa inocente y las pupilas de niñas que fantaseaban en el escenario al escuchar la música de sus películas favoritas, como Aladino, Blanca Nieves y los Siete Enanitos, la Sirenita, el Libro de la Selva, Tarzán, y muchas otros cortometrajes.
Las estrellas parpadeaban, bueno eso parecía, pero en realidad eran las luces de las cámaras digitales de familiares que debían transformarse en contorsionistas para lograr la mejor fotografía de las bailarinas.
En cambio yo, sólo estaba ahí hipnotizada por el gesto amable de una niña bonachona, quien utilizaba un traje de enano y se movía por el salón tan alegre, que sus mejillas sonrosadas en su blanca tez inspiraban ternura.
Pero luego hubo otra niña, sólo tenía tres años, era una frágil criatura que bailaba con tal sincronía, que capturaba la atención, coqueta, de ojos pícaros, delgada, pero muy ágil y vivaz.
Aquella noche pude observar uno de los mayores encantos que tiene este país, la dulzura de una infancia febril, un mundo de ensueño, combinado con música, baile, hermosos vestidos de colores pastel y sobre todo, fantasía.
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