Rómulo Gómez puede incorporarse a esa temprana lista sin achicarse por su linaje popular: lo leí a mis ocho años de edad, pero se me grabaron para todo el viaje sus versos largos, trabajados por el empuje sentimental del bolero y la pasión desbocada de quien nació para tallar historias rimadas sobre el amor y la muerte. Gómez me enseñó que siempre andamos debiendo algo y que nada se conoce al divino botón. De su vida ignoro todo menos el suceso que la define. Afincado en Santa Cruz, frecuentaba boliches de mala fama acompañado de un amigo al que le eran indiferentes sus efluvios poéticos, lo cual no les impedía beber como Dios manda y a dúo. Una noche, sin que mediara altercado alguno, su infaltable interlocutor le dijo: —Rómulo, ahora vas a saber si la vida es un sueño como vos decís —y lo dejó tendido de seis balazos.
Los seres que nos habitan en sueños ignoran que son evanescentes. Desordenan la casa, se comprometen con la música de lo ido, olfatean el polen de la estación dorada, iluminan las penumbras de la memoria, se meten en honduras y aparecen en alturas; a salvo del tiempo fatal, exploran el único flanco de la vida intocado por la muerte, quizás por eso ríen y corren como descosidos, y sólo se aquietan cuando oyen rezongar a la asmática realidad (de la que también dependen las indóciles criaturas de la imaginación).
En esos ámbitos se manifiesta lo indecible a través de imprevisibles imágenes, sin tropezar con palabras y a un ritmo tal que lo fugaz se torna duradero en un tiempo subalterno. No es casual que en el escenario onírico ciertas voces contradigan al diccionario sin empañar nuestro entendimiento. Dicho de otro modo, la mágica fluidez que echamos de menos en la vigilia se expresa sin mutilar sus alas en cuanto cerramos los ojos.
Sospecho que todo lenguaje poderoso es un río que corre abriendo inolvidables meandros; en consecuencia, el lenguaje directo es propio de una época empobrecida, que cree que el uso del “yo” es requisito de la autobiografía, o mera debilidad del hombre sin sentido comunitario. Hecha esta salvedad, pienso que ciertas cosas demandan el aliento de la primera persona, mientras que otras reclaman una velocidad distinta pero no por eso ajena al resorte de la fantasía.
Finalmente, llegó el día en que me dije a mí mismo: —En las antípodas del mundo, alguien espera que tú hagas lo que tienes que hacer para conocerte. Así aprendí a esperar a que alguien hiciera lo que debía hacer para conocerlo. Entonces lo primero que siento frente a un autor desconocido, es la diferencia; después encuentro las afinidades.
Bolivia es un país ajeno a las modas, lo cual ha sumido en la desesperación a muchos que quisieran ser universales por las vías menos recomendables. A mí me tocó oscilar entre el analfabetismo elemental y la compleja trama de la erudición, desde la virtuosa tradición oral hasta la realidad virtual, entre el tiempo sin sombras y los conciliábulos nocturnos. Como fuere, en ninguna circunstancia me sentí excluido tal vez porque la comunicación, chatarra en otras latitudes, conserva aquí su antigua inocencia.
Para el lector de poesía siempre habrá mucho misterio en el hecho de que alguien la escriba. Y está bien que así sea, porque tampoco el poeta ha descifrado los hondos motivos que lo llevan a recalar en orillas donde las huellas del caminante se borran en cuanto se convierten en palabras. El lector de poesía, entrenado o incauto, se topa una y otra vez con luminosas arquitecturas verbales, con textos herméticos, con paisajes recién salidos de la mirada de un difunto, con vegetaciones de tiempos remotos, con cuevas que conservan el tufo de la soledad de nuestros antepasados. En cualquier caso, siente que la poesía es un mundo muy seguro, aunque nada la acredite como tal y en apariencia poco tenga que ver con los apremios cotidianos y a menudo se la aproveche para dar pábulo a la cursilería. A pesar de tamañas confusiones, no es casual que la poesía siga convocando a quienes consideran que sólo en sus dominios los idiomas reflejan las insondables jerarquías de sus enigmas. Por lo tanto, todo lo que hay de persuasivo en el ser humano proviene de las palabras surgidas del espanto para retener en la memoria la belleza de estar vivos. Unos pueden probar la pertinencia de este aserto con los instrumentos de ciencias aledañas a las lenguas; a otros nos basta con arrimarnos a sus rumorosas metáforas en calidad de creyentes indocumentados.
¿Qué decirles entonces a los que la cuestionan por inoperante y la evaden en nombre de otros poderes? Que en su reino de amor no cabe la dicha de los complacientes, que el suyo es un universo sin pérdidas, anclado en el presente y con asideros fiables hasta para los que equivocaron el rumbo. En suma, la poesía es una corajuda elección al lado de afanes que garantizan prestigios de mala índole, impropios del único animal que siente pasar el tiempo. Por algo será que los hombres, incluso aquellos que tienen el órgano de la visión atrofiado, perciben el vuelo de lo incomunicable entre la hojarasca de los días y la memoria más antigua.
Palabras que estaban en boca de todos en tiempos pretéritos dejaron de ser usadas, pero su caducidad dice más sobre tales épocas que muchos tratados lexicológicos. La obsolescencia en que cayeron no supone pérdida de significado sino su prístina recuperación.
Dicho esto, me atrevo a señalar que las palabras en desuso de mi vocabulario son llaves de mundos aparentemente clausurados. Y las que manejo ahora no son llaves de nada, porque están en boca de todos. Me consuelo pensando que así comienza a germinar el código secreto de la poesía.
El hecho de haber nacido en la apartada frontera me ha permitido calibrar con rara intensidad el centro de mi país. De ese modo surgió en mí la necesidad de apostar por lo local, al margen del costumbrismo, estratagema urdida por la metrópoli para devaluar lo que no entra en sus moldes o estorba.
Entre campesinos, un requisito para acudir a la invención es el conocimiento de la realidad. Sin esa complicidad no hay misterio que valga.¿Hubo alguna vez un tiempo propicio para la poesía? Nada nos consta al respecto. Con todo, a cambio de esa baldía interrogación, la tradición nos ha legado la certeza de que el quehacer de los poetas resulta notorio donde quiera que el lector, zafándose de señuelos conformistas, preste atención al sigiloso tránsito de la utopía, que puede proceder de la casa de la mente o de la pasión de vivir a la intemperie. Merced a la poesía, el horizonte humano, tantas veces empañado por la incertidumbre, de pronto se transforma en presente entero, apto para dilucidar enigmas pero también para corregir deformaciones que pasan por equitativas.
En suma, la poesía propone una continuidad entre palabra y acto. Pero desde que las palabras se devaluaron para igualarlo todo, los actos ya no establecen jerarquías. Sucede entonces que el comando interior responde a otra brújula, salva enormes distancias con precisión mecánica, detecta inconvenientes con rara puntualidad y garantiza el placer en sus múltiples variantes, porque el miedo y la melancolía han sido amordazados. Sólo las aves se asombran de que el atardecer ya no nos diga nada.
De niño vi en Palmar, mi pueblo natal, a un hombre que iba a la estación del ferrocarril acompañado de su sombra; tenía ropas grises, llevaba en la mano un cigarrillo, de sus concavidades no salía nada, salvo un ronco silencio, y se notaba que lo sacaba de quicio la solicitud con que lo trataban los notables de tierra adentro. No infundía temor ni simpatía, a pesar de su pinta de sonámbulo acostumbrado a hacer lo que estaba prohibido. Alguien que se cruzó con él dijo qué bicho raro. Es que no hacía mayor diferencia entre la acción y su representación. Bastaba verlo caminar para convencerse de que su continuo agradecimiento a la vida insuflaba una fe sin patas ni cabeza. Si ese poeta es inmortal en mi memoria, todos lo son en la memoria del mundo, digo yo.
En términos afectivos, los poemas que escribí en el curso de mi vida, casi siempre con el aire de anotaciones hechas al borde del abismo, están muy entrelazados. Los que se quedaron inéditos, no necesitaban ninguna confirmación; en cambio los otros echaron a andar sin declarar sus antecedentes, confiados en esa casual y benévola luz que los árboles transmiten hacia mundos de cuya hermosura nada sabemos. Sé que hacer del árbol un sinónimo de la poesía es una arbitrariedad, en mi caso inevitable. Dicho esto, transcribo unos versos que por primera vez salen a la luz pública:
Qué lejanos y olvidados esos campos donde fuimos felicesqué suave el idioma de los árboles que tejieron mis mandamientos.Todavía sueño con un caballo en los linderos de un mundo amabley en la soledad heredada me descubro fiel a mi destinosabiendo que la música de un universo idoalimenta sin cesar a los vivos.
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