Rogelia retoma pronto su labor, desenfunda la secadora y, apuntando a la cabeza de quien se ha puesto en sus manos, va dando forma a los cabellos. ¡Ojalá no hiciera tanto ruido el aparato para escuchar mejor!
Como la empleadora tenía una florería y un salón de peinados en el edificio del Club de La Paz, “me puso a ayudar en tareas menores. Recibía a los clientes, barría y compraba cigarrillos para las señoras que iban a embellecerse”. Tan diligente era la niña, que todos la requerían. Con el tiempo, alguna vez las peinadoras se ahorraban trabajo y le ordenaban que lavase las cabezas. Cuando la dueña del salón se enteró, las retó, “pues yo no estaba formada para esa labor”. Rogelia se propuso estudiar; pero antes tenía que terminar la escuela, así que fue a un nocturno.
Spray, retoque con peine de punta, espejo para mostrar cómo quedó una por detrás. Pero, ¿y la historia? Las uñas, sí, quedan las uñas para seguir escuchando.
“Yo también entregaba flores y cada que pasaba por la Universidad Mayor de San Andrés, soñaba con ser abogada o médico. Me escapaba cada vez que podía para oír clases detrás de la puerta”.
Al final, “decidí ser la mejor con las tijeras”. Y de dependienta pasó a ser la dueña de su propio negocio. Se casó y el esposo, que hacía muebles, se convirtió en su brazo derecho en el hogar: fueron naciendo los niños y él se quedó en casa mientras Rogelia trabajaba muy duro para equipar la vivienda propia.
Hace poco, luego de alquilar el pequeño salón de sus inicios, abrió otro más cómodo en la Calle 20 de Calacoto. Allí espera a quienes quieren un peinado, un corte, un tinte, pero además un maquillaje, una depilación… Su esposo hace rato que dejó la madera y es quien lava el cabello, da los masajes y apoya a una mujer que acaba de tejer su historia con las hebras de los cabellos.
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