En la Bienal quisimos tener invitados para armar un espacio polémico. Por un lado, para hacerles un homenaje pero no ese tipo de homenaje que se hace por cumplir, sino porque son artistas en los cuales la cuestión pictórica plantea hoy día un debate muy importante para la escena boliviana.
Por eso organizamos esta muestra de Ricardo Pérez Alcalá en dos partes. Una, la de pintura, en la Casa de la Cultura; la otra, la de la no-pintura de la pintura, en el Salón Municipal Cecilio Guzmán de Rojas. Aquí, en la Casa de la Cultura, ustedes ven el modo más abierto de la pelea; esto es un campo de batalla. En la otra sala verán unas pinturas determinadas por una autoreferencialidad mucho más crítica. Hay autorretratos, de Pérez Alcalá, hay retratos de Jaime Saenz, y son unos retratos en los que tanto Pérez Alcalá como Saenz se traspasan ciertas maneras fantasmáticas en la organización de la pintura. Entonces uno dice: ¿Qué hay de quién en cada cuál? Y esta pregunta es interesante porque nos permite no presentar a un Ricardo Pérez Alcalá fragmentado, es decir, al acuarelista premiado, o al arquitecto, al escenógrafo… etc. Nos decíamos: ¿Cómo armar este asunto de modo que no sea una panorámica ni una retrospectiva? Lo que hicimos fue poner en evidencia lo que llamamos “el pensamiento visual de Ricardo Pérez Alcalá”. Esto nos permite pensar, desde cualquier formato, qué hay de cada cual en el otro.
Me parece que estas pinturas son mucho más desaceitadas, puesto que son óleo, son mucho más acuosas, mucho más acuareladas; y las acuarelas son mucho más pictorizadas, es decir que si hay una sensación que tengo viendo la obra de Ricardo es que estas acuarelas —por las cuales él ha sido laureado— en verdad son las acuarelas más perversas que he visto, porque viven del fantasma de la sequía, siendo que la acuarela es un formato que vive de la acuosidad. Es como que Ricardo trasciende la propia técnica de la acuarela, y como si las pintara en seco, de manera que son unas acuarelas, a mi entender, tremendamente granulosas.
En cambio, en las pinturas encontramos una gran licuosidad, sobre todo en La última cena, que no es muy gestual, sino que tiene una gran licuosidad para fijar unas figuras insostenibles. Hablando de este cuadro, pensaba en el trabajo del gran pintor paraguayo Carlos Colombino, que tiene una Última cena que yo la podría poner en línea con estos trabajos de Ricardo en el sentido de que son excusas para hacer una lectura pictórica y política de una situación particular. Aquí la situación política y social no está muy distante, al contrario: hay que ver cómo, con elementos sacados de la caricatura, Ricardo elabora un juicio gráfico-quirúrgico que le permite hacer unos análisis de coyuntura muy violentos en el modo cómo construye la economía de la figuración. Nos presenta una Última cena donde los apóstoles están absolutamente borrados, separados del lugar de comensalidad, y al final lo único que queda son unos cuervos comiéndose las migajas. Todos sabemos que ésas son las migajas de la eucaristía, entonces, uno dice “por Dios”.
Si uno empieza a ver los otros cuadros y a ver las capas, encuentra una pintura muy comprometida con su propia narrativa, con su propia historia tecnológica, pero al mismo tiempo, con el gran recurso de las citas pictóricas y el uso paródico de la tradición. Encontramos así a un Cristo que está planteado casi como la cabeza de Juan Bautista, pero que no es eso precisamente, sino que la referencia pictórica es el Cristo de Mantegna, pero pasado por la foto del Che, y de ahí su cabeza separada de este lugar.
Todas esas combinaciones se vuelven a reproducir en esa pintura que llamo “las meninas calavéricas”, que parecen unas muñecas de trapo, totalmente inhumanas, donde el único resquicio de humanidad parece ser la presencia del propio artista. Luego veremos la articulación: cuánto de acuarela hay en la arquitectura, cuánta arquitecturalidad hay en la pintura, cuánta pictoricidad hay también en el modo como él concibe su espacio doméstico.
Una de las cosas más interesantes es el modo cómo construye su intimidad, que está aquí, en clave, exhibida. Es un hombre que en su trabajo nos encubre, nos despista constantemente, en el modo cómo organiza su cotidiano, en el rol de la cocina, pero, en su caso, de la juntura entre cocina y cocinería pictórica.
Por otro lado, me parece que las únicas pinturas luminosas de Ricardo son aquellas en las que aparece el bodegón, no como residuo de un formato arcaico en la historia de la pintura, sino como la definición de algo que adquiere un carácter positivo: los productos de la tierra boliviana. Me di cuenta de eso armando el gabinete de trabajo de Ricardo.
Él toma un material hecho de maíz, pero de un maíz arqueológico, ¡una ruina de maíz!, y hacer una ruina entera de maíz es, efectivamente, un hallazgo. Son este tipo de cosas las que estructuran en su pensamiento visual una manera de interpretar. Así como la inhumanidad lo desespera, al menos tiene una esperanza en el diagrama de desarrollo implícito en la naturaleza que nos da esta tierra. Por eso hemos tenido tanto cuidado en exponer en una mesa las estructuras orgánicas que sostienen, yo diría, su sentimentalidad, una sentimentalidad boliviana que atraviesa esta pintura.
Entonces, no es una panorámica, no es una retrospectiva, es más bien un ensayo de su pensamiento visual, complejo, que lo lleva a la escenografía, y a su trabajo muy interesante sobre el teatro cinético, que muy poca gente conoce. Bueno, ustedes lo saben, es un hombre que se guarda.
Es interesante hoy día cuando vivimos en un mundo saturado de información, ver una obra en la cual el artista, en su factura misma, en el modo cómo negocia esta especie de figuración problematizadora, se guarda, se resguarda, se distancia, para estar mejor dentro de las cosas. Así que para mí, y para todo el equipo de la Bienal, ha sido un gran honor poder montar esta exposición.
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