Claudia, hija de una pareja que se conoció en las aulas del ballet oficial, comenzó a estudiar teatro a los 9 años, en el Taller Nacional que dirigía Mabel Rivera. “Mi primera clase la pasé con el ya desaparecido Rodolfo Serrano, gran actor, irreverente, fascinante”. Y también fueron sus maestros, de los que habla con gratitud, teatristas como la propia Rivera, Morayma Ibáñez, Andrés Canedo, Maritza Wilde...
A los 12 años se produjo su primer encuentro con Mondacca, gracias a la obra El Principito que dirigió Rivera. Y a principios de los 90, Don Juan, montaje de Le Rideau, elenco de la Alianza Francesa que dirigía Wilde, los volvió a juntar y ahí comenzó una relación profesional y de amistad que ha dado varios frutos escénicos en los últimos 22 años.
Quien ha visto a Claudia en el escenario puede afirmar que se la extraña como actriz. Pero, si bien ella misma lamenta no encarnar a personajes más a menudo, y promete hacerlo pronto, dice sentirse realizada cada vez que un proyecto, en el que ella es gestora, tiene éxito.
“En Bolivia, un artista tiene que lidiar con los impuestos, el auspicio, la prensa, cuando lo que debería hacer es dedicarse a crear. Yo les alivio de los trámites, de manera que lo que llegue al público sea artísticamente impecable, perfecto”. Y resume: “creo en eso de que en la vida te conviertes en un ‘instrumento de’; me gusta sentir que sirvo para que los sueños de otros se hagan realidad”.
Una cualidad en Claudia es su voz. Educada, clara, cálida. “La he heredado de mis padres, y la dicción, de mi abuelo que me hacía repetir ‘ratón, rápido, roto’ sin arrastrar las erres”. Pero es también el resultado de mucho trabajo. “Amo la radio, es mi pasión; ahora estoy con un proyecto que es grabar un programa, pero no cualquiera, sino uno erótico”, promete con esa risa que invariablemente matiza sus palabras.
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